jueves, 15 de marzo de 2018

"HISTORIA DE UNA PALABRA:QUEER" por BEATRIZ PRECIADO


Beatriz Preciado




Beatriz Preciado Foto:Lea Crispin

Para aquellos que crecimos siendo niñas tortilleras en los años inmediatamente posteriores al franquismo es difícil acostumbrarse al éxito del artefacto ““queer”” y a su transformación en  “chic cultural”. Quizás convenga recordar que detrás de cada palabra hay una historia, como detrás de cada historia hay una batalla por fijar o hacer mudar las palabras. A todo aquel que afirme una identidad sexual Mia le cantará al oido: parole, parole, parole…
Hubo un tiempo en el que la palabra “queer” sólo era un insulto. En lengua inglesa, desde su aparición en el siglo XVIII, “queer” servía para nombrar a aquel o aquello que por su condición de inútil, mal hecho, falso o excéntrico ponía en cuestión el buen funcionamiento del juego social. Eran “queer” el tramposo, el ladrón, el borracho, la oveja negra y la manzana podrida pero también todo aquel que por su peculiaridad o por su extrañeza no pudiera ser inmediatamente reconocido como hombre o mujer. La palabra “queer” no parecía tanto definir una cualidad del objeto al que se refería, como indicar la incapacidad del sujeto que habla de encontrar una categoría en el ámbito de la representación que se ajuste a la complejidad de lo que pretende definir. Por tanto, desde el principio, “queer” es más bien la huella de un fallo en la representación lingüística que un simple adjetivo. Ni esto, ni aquello, ni chicha ni limoná...”queer”. Lo que de algún modo equivale a decir: aquello que llamo “queer” supone un problema para mi sistema de representación, resulta una perturbación, una vibración extraña en mi campo de visibilidad que debe ser marcada con la injuria.
Era necesario desconfiar del “queer” como se desconfía de un cuerpo que por su mera presencia desdibuja las fronteras entre las categorías previamente dividas por la racionalidad y el decoro. En la sociedad victoriana que defendía el valor de la heterosexualidad como eje de la familia burguesa y base de la reproducción de la nación y de la especie, “queer” servía para nombrar también a aquellos cuerpos que escapaban a la institución heterosexual y a sus normas. La amenaza venía en este caso de aquellos cuerpos que por sus formas de relación y producción de placer ponían en cuestión las diferencias entre lo masculino y lo femenino, pero también entre lo orgánico y lo inorgánico, lo animal y lo humano. Eran “queer” los invertidos, el maricón y la lesbiana, el travesti, el fetichista, el sadomasoquista y el zoófilo. El insulto “queer” no tenía un contenido específico: pretendía reunir todas las señas de lo abyecto. Pero la palabra servía en realidad para trazar un límite al horizonte democrático: aquel que llamaba a otro “queer” se situaba a sí mismo sentado confortablemente en un sofá imaginario de la esfera pública en tranquilo intercambio comunicativo con sus iguales heterosexuales mientras expulsaba al “queer” más allá de los confines de lo humano. Desplazado por la injuria fuera del espacio social, el “queer” estaba condenado al secreto y a la vergüenza.
Pero la historia política de una injuria es también la historia cambiante de sus usos, de sus usarios y de los contextos de habla. Si atendemos a ese tráfico lingüístico podemos decir que al lenguaje dominante le ha salido el tiro por la culata: en algo menos de dos siglos la palabra “queer” ha cambiado radicalmente de uso, de usuario y de contexto. Hubo que esperar hasta mediados de los años ochenta del pasado siglo para que, empujados por la crisis del Sida, un conjunto de microgrupos decidieran reapropiarse de la injuria “queer” para hacer de ella un lugar de acción política y de resistencia a la normalización. Los activistas de grupos como Act Up (de lucha contra el SIDA), Radical Furies o Lesbian Avangers decidieron retorcerle el cuello a la injuria “queer” y transformarla en un programa de crítica social y de intervención cultural. Lo que había cambiado era el sujeto de la enunciación: ya no era el señorito hetero el que llamaba al otro “maricón”; ahora el marica, la bollera y el trans se autodenominaban “queer” anunciando una ruptura intencional con la norma. La intuición estaba presente desde las revueltas homosexuales de los 70. Guy Hocquenghem, por ejemplo, había desenmascarado ya el carácter histórico y construido de la homosexualidad: “La sociedad capitalista fabrica al homosexual como produce lo proletario, suscitando en cada momento su propio límite. La homosexualidad es una fabricación del mundo normal”. Ya no se trataba de pedir tolerancia y hacer perfil bajo para poder acceder a las instituciones heterosexuales del matrimonio y la familia, sino de afirmar el carácter político (por no decir policial) de las nociones de homosexualidad y heterosexualidad poniendo en cuestión su validez para delimitar el campo de lo social.  En esta segunda vuelta, la palabra “queer” ha dejado de ser una injuria para pasar a ser un signo de resistencia a la normalización, ha dejado de ser un instrumento de represión social para convertirse en un índice revolucionario.
 El movimiento “queer” es post-homosexual y post-gay. Ya no se define con respecto a la noción médica de homosexualidad, pero tampoco se conforma con la reducción de la identidad gay a un estilo de vida asequible dentro de la sociedad de consumo neoliberal. Se trata por tanto de un movimiento post-identitario: “queer” no es una identidad más en el folklore multicultural, sino una posición de crítica atenta a los procesos de exclusión y de marginalización que genera toda ficción identitaria. El movimiento “queer” no es un movimiento de homosexuales ni de gays, sino de disidentes de género y sexuales que resisten frente a las normas que impone la sociedad heterosexual dominante, atento también a los procesos de normalización y de exclusión internos a la cultura gay: marginalización de las bolleras, de los cuerpos transexuales y transgénero, de los inmigrantes, de los trabajadores y trabajadoras sexuales…
Porque para retorcer el cuello a la injuria es necesario algo más que haber sido objeto de ella. El blabla de un marica conservador no es más “queer” que el blabla de un hetero conservador. Sorry. Ser marica no basta para ser “queer”: es necesario someter su propia identidad a crítica. Cuando se habla de teoría “queer” para referirse a los textos de Judith Butler, Teresa de Lauretis, Eve K. Sedgwick o Michael Warner se habla de un proyecto crítico heredero de la tradición feminista y anticolonial que tiene por objetivo el análisis y la deconstrucción de los procesos históricos y culturales que nos han conducido a la invención del cuerpo blanco heterosexual como ficción dominante en Occidente y a la exclusión de las diferencias fuera del ámbito de la representación política.
 Quizás la clave del éxito de lo ““queer”” frente a la dificultad de publicar o de producir discursos o representaciones que provengan de la cultura marica, bollera, transexual, anticolonial, postporno y del trabajo sexual resida desgraciadamente en su desconexión en castellano con los contextos de opresión política a los que la palabra “queer” se refiere en inglés. Si tenemos en cuenta que la eficacia política del término “queer” proviene precisamente de ser la reapropiación de una injuria y de su uso disidente frente al lenguaje dominante habrá que aceptar que ese desplazamiento no se opera cuando la palabra “queer”, desprovista de memoria histórica en castellano, català o valencià, se introduce en estas lenguas. Escapamos entonces al brutal movimiento de descontextualización, pero nos privamos también de la fuerza política de ese gesto. Eso explica quizás que muchos de los nuevos adeptos que quieren identificarse como ““queer”” - como quieren estar en la red de amigos de Manu Chao o adquirir el último e-book - no estarían dispuestos tan ágilmente a ser identificados como “transexuales”,  “sadomasoquistas”, “tarados” o “bolleras”. Será necesario en cada caso redefinir los contextos de uso, modificar los usuarios y sobre todo movilizar los lenguajes políticos que nos han construido como abyectos…de otro modo, la teoría “queer” será simplemente parole, parole, parole…

Llamadme Paul


Paul B. Preciado, transexual y feminista, es uno de los abanderados del debate sobre la identidad de género, como embajador de la Queer Nation. Le entrevistamos en un momento en el que la transexualidad es más visible que nunca gracias, en parte, a Hollywood y las series de televisión estadounidenses.

Paul B. Preciado, embajador de la Queer Nation.
Paul B. Preciado, embajador de la Queer Nation. 
Nómada y políglota, Paul B. Preciado pertenece a una generación de nuevos filósofos cosmopolitas que intentan imaginar una transformación de la sociedad, de nuestros modos de producción de valor y conocimiento. Subversivo y radical, absolutamente irreverente, siempre preciso y documentado, Preciado sigue la tradición comenzada por Nietzsche en la que la filosofía es una forma de vida. Frente a un feminismo biempensante que persigue la igualdad legal de las mujeres blancas, heterosexuales y de clase media, este filósofo transgénero propone una revolución que cuestione la diferencia sexual y las jerarquías raciales y de género dando visibilidad a los insumisos tradicionalmente dejados al margen: trabajadores sexuales, migrantes, actrices porno, lesbianas, los y las transexuales, diversos funcionales, en definitiva, la queer nation. “Soy trans y feminista. Mi feminismo es el punk contracultural de las películas porno de Annie Sprinkle, de la literatura de Virginie Despentes, de los cómics lesbianos de Alison Bechdel y de los pornos transgénero de ciencia-ficción de Shu-Lea Cheang”, declara.
Nació en 1970 en Burgos bajo el nombre de Beatriz. Hace seis años comenzó un proceso de “transición lenta” administrándose testosterona y solo hace uno decidió cambiar su nombre por el de Paul. De aquella experiencia nació primero Testo yonqui (2008), un ensayo corporal donde describe el efecto de las hormonas. Con este libro, hoy un clásico en las universidades americanas, este heredero de Judith Butler y William S. Burroughs se ha convertido en uno de los filósofos y activistas sexuales más relevantes del ámbito internacional. “Foucault transformó nuestra forma de entender la historia de la sexualidad, pero su análisis se detenía en el siglo XIX y no tenía en cuenta los procesos de colonización y globalización. Después de la Segunda Guerra Mundial, hemos pasado de un régimen disciplinario en el que se buscaba que cada acto sexual fuera un acto reproductivo a un régimen que yo denomino farmacopornográfico, en el que la producción de placer y la incitación a la masturbación son parte de un dispositivo más amplio de control y producción de capital. Vivimos en la era de la píldora anticonceptiva y la viagra. Pero hay otras tecnologías de control capitalista: las audiovisuales y de vigilancia, con sus prótesis, el teléfono, la televisión, Internet. Nuestra forma de amar es kitsch y telecomunicativa”.
Siempre a la búsqueda de las afinidades productivas entre marxismo y deconstrucción, eso que los posestructuralistas llamaron écriture, Paul B. Preciado siguió a sus maestros, Ágnes Heller y Jacques Derrida, para quienes la filosofía era una fuente de comprensión crítica que podía ir más allá de una simple descripción del Estado ideal: “Entiendo la escritura como una forma de acción directa. Me interesa el cuerpo, pero no como organismo natural, sino como artificio, como arquitectura social y política. Mi proyecto consiste en someter la propia identidad a la crítica”. Y asegura que no hay una ortodoxia queer sino muchas maneras de ser transexual. “Lo importante es mantener abierto el proceso de experimentación crítica. La identidad y la orientación sexual son plásticas, ficciones históricamente construidas, el problema es que hay ficciones legitimadas socialmente y otras que carecen de reconocimiento político”.
Preciado se formó en Estados Unidos con una beca Fulbright a finales de los noventa, cuando la filosofía y los estudios culturales, sacudidos por el impacto de los movimientos sociales, dieron lugar a la teoría queer y poscolonial. Estudió primero en la New School for Social Research y se doctoró en Filosofía y Teoría de la Arquitectura por la prestigiosa Universidad de Princeton. Invitado por Derrida, fue durante 10 años profesor de teoría del género e historia política del cuerpo en la Universidad de París VIII y hoy es profesor visitante de la New York University. Pero lo que ha caracterizado su trabajo es la hibridación de la teoría, el activismo y la práctica artística, especialmente en el ámbito de los museos. Ha trabajado en el Centro de Estudios Avanzados del Museo Reina Sofía y fue director de Programas Públicos y del PEI (Programa de Estudios Independientes) del Museu d’Art Contemporani de Barcelona (Macba) poniendo en práctica lo que él llama “utopías experimentales de pedagogía radical”.
El filósofo francés Michel Foucault inventó el término “biopolítica” para referirse a los mecanismos no represivos del poder que controlan la forma que damos a nuestras vidas, nuestra organización del tiempo, nuestros modos de amar y desear. Un efecto más del neoliberalismo, que no se contenta con individuos disciplinados, sino que hace que interioricemos sus objetivos y acabemos convencidos de que son normales y deseables, a pesar incluso de nuestro juicio. Desde este planteamiento, Preciado cree que el poder que nos oprime en términos políticos es también un artefacto estético que nos capacita en su gozo y expansión propios. “Lo más duro es comprobar que desconocemos los dispositivos políticos que nos constituyen como sujetos, dispositivos que a veces nos controlan pero que también podrían empoderarnos”, apunta. De ese “pesimismo libertario”, valga el oxímoron, nació su último libro, Pornotopía. Arquitectura y sexualidaden ‘Playboy’ (finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2010), donde desgranaba los mecanismos culturales del “primer burdel multimedia de la historia”, ese disneyland para adultos creado por uno de los precursores del erotismo gráfico, Hugh Hefner. “Si fuera posible pesar la historia como se pesa un objeto, habría que decir que el contrato sexo-político y económico que las mujeres establecían dentro de la mansión Playboy no era más vejatorio que el contrato matrimonial heterosexual de los años cincuenta. El ama de casa blanca de la posguerra era una trabajadora sexual, doméstica y reproductiva a tiempo completo, no asalariada, y cuyos derechos económicos y políticos eran extremadamente limitados. Y todo eso dentro de una situación hegemónica”, argumenta Preciado. “En Playboy se teatraliza la identidad masculina. Su nicho es como el escenario de Gran Hermano. Hoy nuestros espacios domésticos parecen ese plató de televisión, un puerto de telecomunicaciones y un centro de consumo. Nos encerramos con nuestros ordenadores portátiles como Hefner en su cama redonda y ultraconectada”.
Preciado sitúa su Manifiesto contrasexual(Anagrama, 2002), hoy traducido en ocho lenguas, “entre la acción política y la ciencia-ficción”. En el índice leemos entradas como ‘Dildotopía, Práctica II. Masturbar un brazo: citación de un dildo sobre un antebrazo’. “Todo lenguaje es intrínsecamente metafísico, ideológico. Las nociones de heterosexualidad, homosexualidad y transexualidad también son artefactos políticos”. Y concluye: “De la misma manera que Galileo rechazaba la idea de que el Sol girara en torno a la Tierra, yo intento rebatir la verdad natural de las identidades sexuales, raciales, nacionales”. Desde el pasado mes de junio, Paul B. Preciado vive entre Atenas y Kassel, allí dirige la Oficina de Programas Públicos de la Documenta 14 de Kassel (2017), de donde saldrán muchas de las actividades y publicaciones de la exposición de arte más importante del mundo.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Llámame por mi (otro) nombre

Todavía me sucede, no tan a menudo como antes, encontrarme con alguien que se obstina en referirse a mí con un pro-nombre femenino, o que se niega a llamarme por mi único nombre, ese otro nombre que ahora es mío. Puedo entonces rebatir retóricamente su enunciado, aportar pruebas institucionales (mostrar mi nuevo documento de identidad, como un converso del siglo XV mostraba su certificado de pureza de sangre) o incluso acentuar mi performance de la masculinidad: dejar de afeitarme durante dos días, llevar las botas más gruesas, el pantalón más ancho, evitar llevar una bolsa en la mano, puedo incluso escupir cuando camino por la calle o dejar de sonreír (la masculinidad requiere a veces este conjunto de estúpidas coreografías corporales), pero ninguna de esas prácticas basta para probar la verdad del género, por la buena y simple razón que la verdad del género (como la pureza de sangre en el siglo XV) no existe fuera de este conjunto de convenciones sociales intersubjetivas. El género no es una propiedad psíquica o física del sujeto ni una identidad natural, es una relación de poder sometida a un constante proceso colectivo de sujeción –al mismo tiempo de soporte y de control, de subjetivación y de sometimiento.
Durante los dos o tres primeros años de la transición, la masculinidad de un hombre trans pende de un hilo. Un hilo que va de mano en mano, que cualquiera puede atar o romper. Cada persona, cada institución, en un momento dado puede atar ese hilo o cortarlo. Un apretón de manos, una mirada, un nombre o un pronombre pronunciados, un documento, una firma, la aceptación de abrir una cuenta bancaria, la aceptación de un carnet de conducir, una confidencia hecha, un brazo pasado sobre el hombro, una pregunta, un modo de ofrecer un cigarrillo o una copa… y el hilo se teje o se deshace. En menos de un segundo. Ese hilo social es el que nos sujeta y nos subjetiva, el que nos constituye o nos destituye como sujetos políticos.
Si la decisión de iniciar un proceso de reasignación de género es individual y aparentemente voluntaria, el proceso de transición es radicalmente colectivo y abierto a constantes validaciones o censuras. La intensidad del dolor que se siente cuando uno se ve confrontado a que alguien se refiera a él con otro pronombre, o que se niegue a llamarle por el único nombre que ahora tiene es directamente proporcional a la fuerza con la que ese pequeño gesto viene a repetir una cadena histórica de violencias y exclusiones. Ese enunciado insignificante viene a restituir una jerarquía normativa entre los que tienen derecho a un (pro-)nombre y los que no. Quien (pretendiendo que sabe sobre nuestro sexo más que nosotros mismos) se niega a llamarnos por nuestro nuevo nombre, o a declinar en masculino o femenino nuestra presencia en la lengua, no antepone, contrariamente a lo que a menudo se afirma, la biología a lo social –a menudo, el que lo hace poco o nada sabe de nuestra anatomía–, sino que da prioridad a una ficción social normativa sobre una ficción social en vías de institución. Por decirlo con los términos del antropólogo Philippe Descola, en los procesos de reconocimiento de género y sexual, no hay una lucha entre la naturaleza y la cultura, sino entre dos (o más) registros culturales de la diferencia sexual: uno normativo y otro disidente.
Cada día, mientras camino en medio de esta red inaudita de hilos friables, me digo que hacer una transición de género es quizás el proceso político experimental más bello que un humano de principios de tercer milenio puede vivir. Pero también uno de los más arriesgados, comparable quizás a la migración, a la “reinserción” después de salir de prisión, a la vuelta al trabajo después de que te hayan diagnosticado sida o cáncer, a ser madre o padre o hijo o hija o hije adoptivo, a pasar de ser actriz porno a ser profesora de gimnasia, a haber sido diagnosticado esquizofrénico o borderline e intentar volver a hacer eso que algunos llaman, sin saber de qué hablan, vida normal.
En cada proceso de transición se lleva a cabo una re-escritura completa del contrato social en el que la existencia política de un cuerpo puede ser afirmada o negada. Como para un migrante, el éxito del viaje de la transición depende de la generosidad con la que otros te acogen y te sujetan, sin pensar constantemente “he ahí un extranjero” o “tú eres en realidad una mujer”, sino mirando tu singularidad como cuerpo vulnerable en busca de otro lugar en el que la vida pueda arraigar. Y de paso, descubriendo contigo el espacio nuevo de la realidad social que se abre con tu existencia. Como un migrante, una persona en transición elabora poco a poco una cartografía de supervivencia que distingue espacios transitables o intransitables, lugares en los que puede existir o en los que su existencia se ve constantemente contestada, hasta constituirse con éxito (no siempre) una red de sujeción que permita dar existencia material a la ficción política de su género.
En el dominio de lo humano, sugería Derrida en su último seminario La Bestia y el soberano, no hay soberanía natural. Lo que aprendemos de la transición (de la migración, de la reinserción…) es que la soberanía de cualquier sujeto político (no sólo del trans, o del migrante, o del sujeto no-blanco…) no viene dada de antemano sino que se hace y se deshace constantemente a través de un amplio soporte social e institucional: si a cualquiera de ustedes les fuera retirado el documento de identidad, el pasaporte, la certeza de poder presentarse en el colegio como el padre de sus hijos, la posibilidad de ir a visitar a un médico de cabecera, o de ir a la piscina, si no se aceptara llamarle por su nombre o utilizar un pronombre determinado para referirse a usted, si le fuera retirado el saludo, el afecto, el abrazo… su existencia social, sexual y política se vería erosionada o incluso destituida. De esa existencia que usted imagina como auténticamente suya, no quedaría apenas nada.
Lo que caracteriza a nuestra ontología es un radical principio de indeterminación: la necesidad de estar sujeta a un constante proceso de construcción y deconstrucción social. Nuestra soberanía no está hecha de anatomía, sino de un andamiaje de ficción, una suerte de exo-esqueleto social que nos mantiene vivos: no hay nada de “real” en un nombre, o en un adjetivo, o en un documento de identificación que dice alemán o francés, español o sirio. El nombre, es humo, decía Goethe, y sin embargo respiramos gracias a esa bocanada de humo compartido. Por eso, por favor, llámennos por nuestro (otro) nombre.