miércoles, 6 de septiembre de 2017

Jean Cocteau












Walter Benjamin: El aura en la obra de arte





“Igual que el agua, el gas y la corriente eléctrica vienen a nuestras casas para servirnos, desde lejos y por medio de una manipulación casi imperceptible, así estamos provistos de imágenes y de series de sonidos que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del mismo modo nos abandonan.” (Paul Valéry)
Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su perduración. También cuentan las alteraciones que haya padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, así como sus eventuales cambios de propietario. No podemos seguir el rastro de las primeras más que por medio de análisis físicos o químicos impracticables sobre una reproducción; el de los segundos es tema de una tradición cuya búsqueda ha de partir del lugar de origen de la obra.
El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad. Los análisis químicos de la pátina de un bronce favorecerán que se fije si es auténtico; correspondientemente, la comprobación de que un determinado manuscrito medieval procede de un archivo del siglo XV favorecerá la fijación de su autenticidad. El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica —y desde luego, no sólo a la técnica—. Cara a la reproducción manual, que normalmente es catalogada como falsificación, lo auténtico conserva su autoridad plena, mientras que no ocurre lo mismo cara a la reproducción técnica.
Resumiendo todas estas deficiencias en el concepto de aura, podremos decir: en la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta. El proceso es sintomático; su significación señala por encima del ámbito artístico.
Conforme a una formulación general: la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de lo transmitido, a una conmoción de la tradición, que es el reverso de la actual crisis y de la renovación de la humanidad.
Están además en estrecha relación con los movimientos de masas de nuestros días. Su agente más poderoso es el cine. La importancia social de éste no es imaginable incluso en su forma más positiva, y precisamente en ella, sin este otro lado suyo destructivo, catártico: la liquidación del valor de la tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es sobre todo perceptible en las grandes películas históricas. Es éste un terreno en el que constantemente toma posiciones. Y cuando Abel Gance proclamó con entusiasmo en 1927: “Shakespeare, Rembrandt, Beethoven, harán cine… Todas las leyendas, toda la mitología y todos los mitos, todos los fundadores de religiones y todas las religiones incluso… esperan su resurrección luminosa, y los héroes se apelotonan, para entrar, ante nuestras puertas” nos estaba invitando, sin saberlo, a una liquidación general. […]
Conviene ilustrar el concepto de aura, que más arriba hemos propuesto para temas históricos, con el concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta última como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción. Y la reproducción, tal y como la aprestan los periódicos ilustrados y los noticiarios, se distingue inequívocamente de la imagen. En ésta, la singularidad y la perduración están imbricadas una en otra de manera tan estrecha como lo están en aquélla la fugacidad y la posible repetición. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Se denota así en el ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como un aumento de la importancia de la estadística. La orientación de la realidad a las masas y de éstas a la realidad es un proceso de alcance ilimitado tanto para el pensamiento como para la contemplación.
La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblaje en el contexto de la tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo extraordinariamente cambiante. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional entre los griegos, que hacían de ella objeto de culto, y en otro entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo maléfico. Pero a unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o dicho con otro término: su aura. La índole original del ensamblaje de la obra de arte en el contexto de la tradición encontró su expresión en el culto.
Las obras artísticas más antiguas sabemos que surgieron al servicio de un ritual primero mágico, luego religioso. Es de decisiva importancia que el modo áurico de existencia de la obra de arte jamás se desligue de la función ritual. Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil. Dicho fundamento estará todo lo mediado que se quiera, pero incluso en las formas más profanas del servicio a la belleza resulta perceptible en cuanto ritual secularizado. Este servicio profano, que se formó en el Renacimiento para seguir vigente por tres siglos, ha permitido, al transcurrir ese plazo y a la primera conmoción grave que le alcanzara, reconocer con toda claridad tales fundamentos. Al irrumpir el primer medio de reproducción de veras revolucionario, a saber la fotografía (a un tiempo con el despunte del socialismo), el arte sintió la proximidad de la crisis (que después de otros cien años resulta innegable), y reaccionó con la teoría de «l’art pour l’art», esto es, con una teología del arte. De ella procedió ulteriormente ni más ni menos que una teología negativa en figura de la idea de un arte «puro» que rechaza no sólo cualquier función social, sino además toda determinación por medio de un contenido objetual. (En la poesía, Mallarmé ha sido el primero en alcanzar esa posición.) […]
Con los diversos métodos de su reproducción técnica han crecido en grado tan fuerte las posibilidades de exhibición de la obra de arte, que el corrimiento cuantitativo entre sus dos polos se toma, como en los tiempos primitivos, en una modificación cualitativa de su naturaleza. A saber, en los tiempos primitivos, y a causa de la preponderancia absoluta de su valor cultual, fue en primera línea un instrumento de magia que sólo más tarde se reconoció en cierto modo como obra artística; y hoy la preponderancia absoluta de su valor exhibitivo hace de ella una hechura con funciones por entero nuevas entre las cuales la artística —la que nos es consciente— se destaca como la que más tarde tal vez se reconozca en cuanto accesoria. […]
Aberrante y enmarañada se nos antoja hoy la disputa sin cuartel que al correr el siglo diecinueve mantuvieron la fotografía y la pintura en cuanto al valor artístico de sus productos. Pero no pondremos en cuestión su importancia, sino que más bien podríamos subrayarla. De hecho, esa disputa era expresión de un trastorno en la historia universal del que ninguno de los dos contendientes era consciente. La época de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento cultual: y el halo de su autonomía se extinguió para siempre. […]
Es significativo que autores especialmente reaccionarios busquen hoy la importancia del cine en la misma dirección, si no en lo sacral, sí desde luego en lo sobrenatural. Con motivo de la realización de Reinhardt del Sueño de una noche de verano afirma Werfel que no cabe duda de que la copia estéril del mundo exterior con sus calles, sus interiores, sus estaciones, sus restaurantes, sus autos y sus playas es lo que hasta ahora ha obstruido el camino para que el cine ascienda al reino del arte. “El cine no ha captado todavía su verdadero sentido, sus posibilidades reales… Estas consisten en su capacidad singularísima para expresar, con medios naturales y con una fuerza de convicción incomparable, lo quimérico, lo maravilloso, lo sobrenatural”.
Walter Benjamin, “La obra del arte en la época de la reproductibilidad técnica” en Discursos interrumpidos I, técnica, Madrid, Taurus, pp. 17-33, 1973.

martes, 5 de septiembre de 2017

IGNACIO ECHEVARRÍA | 01/09/2017 |

Morir, matar, abatir


"(Última hora) Los hombres matan, la poli abate”, se lee en uno de los pecios de Rafael Sánchez Ferlosio. La observación ha sido corroborada en días pasados, conforme la prensa informaba de la implacable persecución y caza de los jóvenes implicados en el atropello masivo de las Ramblas de Barcelona y en el semifallido atentado en Cambrils. La mayor parte de los titulares empleaban el verbo abatirpara dar cuenta de las sucesivas muertes de los terroristas por parte de los agentes que los perseguían. Ignoro si se trata de una consigna explícita en los libros de estilo de las redacciones o, más presumiblemente, de un automatismo mediante el cual se tiende a neutralizar y aseptizar la acción mortífera de los agentes de policía. El caso es que el mismo verbo, abatir, rara vez se emplea para aludir a la acción ya no digo de los terroristas, sino de los delincuentes comunes o de los ciudadanos que, por las razones que sea, dan muerte a otros, intencionada o accidentalmente. “Los hombres matan, la poli abate”: hasta tal extremo ocurre así, que dan ganas de proponer a la RAE que a las once acepciones que ofrece en su diccionario del verbo abatir añada una más que glose así su sentido: “En el lenguaje periodístico, dar muerte a un presunto delincuente o terrorista por parte de la policía”. O algo parecido.

Esta preferencia de los periodistas por abatir en lugar de matar cabe justificarla, en cualquier caso, en base a determinadas connotaciones que impiden considerar sinónimos los dos verbos. Entre las acepciones de abatir se cuentan, según el DRAE, las de “derribar algo, derrocarlo, echarlo por tierra”, “hacer que algo caiga o descienda”, “inclinar, tumbar, poner tendido lo que estaba vertical”, “hacer perder a alguien el ánimo, las fuerzas, el vigor”. Ya ven por dónde va la cosa.

En tanto que matar significa, siempre según el DRAE, “quitar la vida a un ser vivo”, abatir viene a expresar, más matizadamente, “hacer caer sin vida a una persona o animal”. Dentro de esta última acepción, conviene reparar en la mayor especificidad del término “animal” respecto a “ser vivo”. De hecho, aunque el DRAE no lo explicite, el verbo abatir es característico del vocabulario cinegético: se “abaten” -con más frecuencia que se “matan”- piezas de caza, ya corran o vuelen, y ello redunda, cómo no, en el crédito del cazador.

Por si todo esto fuera insuficiente a la hora de explicarse la preferencia por el verbo abatir, no viene de más recordar que el DRAE registra como novena acepción de este verbo la de “humillar a alguien”. Advierte el DRAE que se trata de una acepción en desuso, pero yo, la verdad, no lo tengo tan claro.

No pretendo sugerir que los periodistas que emplean el verbo abatir se hayan hecho, ni mucho menos, consideraciones de este tipo. Ya he dicho que me inclino más bien por tomarlo como un automatismo retórico, uno de tantos que, en situaciones como las creadas por los recientes atentados en Cataluña, se activan sin premeditación, inconscientemente cargados de matices ideológicos.

De hecho, los dispositivos retóricos con que periodistas y políticos, pero también ciudadanos comunes y -lo que es más preocupante- intelectuales reaccionan frente a las manifestaciones del terror, conforman una gigantesca panoplia de “estereotipos e ideologuemas” (Ferlosio) cuyo análisis arrojaría un saldo bastante aleccionador, no siempre en el mejor sentido.

Nadie relativiza la tensión ni menos aún la fuerte presión emocional y social a que deben de estar sujetos los agentes dedicados a perseguir a terroristas huidos. Pero las experiencias de los últimos años, tanto en España como fuera de ella, mueven a pensar que, aun en sociedades que reprueban la pena de muerte, tales situaciones promueven una tácita licencia para matar que va más allá del peligro efectivo que la mayor parte de las veces parecen representar los fugitivos acorralados.

No sé si han visto ustedes el escalofriante vídeo que muestra cómo fue “abatido” el “quinto terrorista” de Cambrils. Uno no deja de hacerse preguntas mientras oye, uno detrás de otro, los al menos once disparos que terminan por darle muerte. 







Borja Loma Barrie