sábado, 29 de abril de 2017

Música india en un monasterio cristiano para despedir a Salvador Pániker


Salvador Pániker
Salvador Pániker, entrevistado en su casa de Barcelona en 2013. GIANLUCA BATTISTA


Escribió Salvador Pániker sobre su concepto-fetiche, la retroprogresión, que comporta “la recuperación de la espontaneidad, la creatividad natural, sin deliberación”. Y a ello se aplicaron los allí presentes: en la puerta de la iglesia había quien hablaba de un reconfortante viaje espiritual a Vietnam y Camboya, afloraban sonrisas reflejo de una paz interior mientras se acomodaban en los bancos de madera y hasta la música de órgano era una feliz fuga en sol menor de Bach en los preparativos ayer noche del sepelio del filósofo, editor y escritor barcelonés, fallecido la madrugada del pasado sábado.
“Fue un hombre extremadamente complejo, contradictorio, híbrido como su propia genealogía, sociable, frívolo, pero también ermitaño, ansioso, hipersensible, niño pequeño, tan tierno como pillo”, lo fue dibujando ante unas 200 personas su hijo Agustín, también editor, recordando a su progenitor de padre indio y madre catalana. Maestro de ceremonias de camisa blanca y americana sin cuello, agradeció sin distingos, desde los familiares y amigos hasta a “las muchas amantes, para las que fue seductor”, su presencia en la iglesia del monasterio de Pedralbes, el que su padre veía perfilarse desde la ventana de casa.
Se buscó “una ceremonia laica, con un plus místico, como hubiera querido”, apuntó su hijo. Y efectivamente, un sobrio, tan modesto como elegante, centro de rosas blancas ante el altar hacía las funciones de un cuerpo que no estaba presente. Como tampoco lo estuvo la clase política (ni un solo dignatario autonómico o municipal reconocible) y apenas la cultural: ahí algún editor (Alfredo Landman, de Gedisa) o distribuidor (Oriol Serrano, de Les Punxes); en un discreto plano, algún directivo gremial (Segimon Borràs, exsecretario general de los editores catalanes) o algún intelectual (Pere Portabella, Xavier Rubert de Ventós).
Entre un aria de Bach (“entre todas las galaxias en un plato de la balanza y en el otro Bach, me quedo con éste”, decía) y un toque jazzístico de Miles Davis, hijos (Pablo, Gregorio…) o nietos (Mateo) o amigos (el escritor Sergio Vila-Sanjuán), hicieron aflorar desde fragmentos del Tao-Te-King (“Salir es nacer; entrar es morir”) hasta el prólogo de su libro ya póstumo, Adiós a casi todo (“Así que ya veremos… o no veremos”, lo acabó, ya sintiendo irse).
No hubo lágrimas para ese “señorito, antifranquista, suficientemente frívolo, de baja de toda creencia religiosa, asiduo de Bocaccio” y al que le gustaban mucho las mujeres, como escribió una vez de sí mismo. O casi: el tercer impromptus de Schubert precedió a los delicados recuerdos de su hija Ana, que lo halló en casa “muerto de perfil, acostado sobre el lado derecho, arropado con las mantas, como un niño dormido, asombrado por su propia inteligencia que le llevaba más allá”. Habían hablado la noche antes, la necesidad imperiosa de descansar y explicarse. Él, recordó, le dijo que vivía esos últimos tiempos “como en una cartuja: ora et labora”, frente al ordenador, volcando recuerdos y pensamientos, cada vez más frugales, esenciales, puros, como constatar que “la vejez es una devastación”; también le confesó: “Necesito un hogar”. “Paradojas: tú, que lo dejaste tantas veces”, le respondió la hija.
Música clásica del norte de la India cerró el acto. Apenas 40 minutos. Puro Oriente resonando en paredes góticas de puro Occidente. Puro Pániker.

miércoles, 26 de abril de 2017

Baroja, el primer ‘hater’





Nuestros escritores son algo modositos, escriben bien, sin grandes riesgos, ni de estilo ni de tema. Prefieren el éxito cauto y seguro que la vía de la provocación intelectual de un Michel Houellebecq o, en su día, un Baroja.
Quizá sea la era del linchamiento, que nos obliga a no mear fuera del tiesto para no recibir el castigo de la masa enfurecida. En Francia, los candidatos al Elíseo han hecho la pelota al «pueblo» de un modo manso, a excepción de los discursos lepenistas más radicales (salirse de la UE),  aunque sin abandonar una estudiada demagogia, entendida esta como darle al público lo que quiere oír. ¿Nuestros escritores son demagógicos?
Baroja no lo era. Nunca temió desagradar, estar fuera de las tendencias, las generaciones, del público, de la moral predominante, del zeitgeist, las modas, las listas de la época, si es que las había. A pesar de eso, o quizá por eso, fue un autor no sólo respetado sino reverenciado en vida. Su piso de Madrid, en los últimos años, se convirtió en un templo de visitas repleta de amigos y curiosos deseosos de hacerse el selfi de la época, que era decir que se había estado en casa de Baroja.
Hemingway, más yanqui para estas cosas, se  hizo la foto en el lecho de muerte del autor vasco, cosa que no gusto mucho a la familia pero ahí queda eso, porque las imágenes no incluyen el ruido, las palabras, que en su día hubo en torno a ellas. El propio Hem, que lloraba al llevar su féretro hasta el cementerio civil de la Almudena, dijo que escribía gracias a Baroja, que se dice pronto. ¿Habría leído Juventud, egolatría? Leámoslo ahora, en la reedición que ha preparado Caro Raggio a los cien años de su primera impresión.
Yo lo leí de adolescente, y recuerdo la agradable sorpresa que sus páginasme produjeron. Se podía escribir diciendo lo que a uno le viniera en gana, ser provocador, polémico, subjetivo, y, al mismo tiempo, revelador, pues todo aquel que lucha contra el pensamiento único lo es. Y te deja una estela de verdad y autenticidad valiosa, rara en unos tiempos, los de entonces y los de hoy, en que la mayor preocupación parece ser salir guapo en la foto.
DOGMATOFOBIA
Mi fascinación juvenil por Baroja, como la de tantos otros apasionados lectores, vino por su independencia de pensamiento y su alergia a casarse con nadie. En Juventud, egolatría habla de su dogmatofagia o afición a enfrentarse a cualquier maximalismo monocromo, a cualquier verdad que, como suele pasar en esta España nuestra y en la vasconavarra ni te cuento, no haya sido sometida a una segunda opinión.
«Mi primer movimiento en presencia de un dogma, será religioso, político o moral, es ver la manera de masticarlo y de digerirlo (…) En esto mi inclinación es más grande que mi prudencia. Tengo una dogmatofagia incurable».
Especial inquina le producían militares y clérigos, motivada, como a tantos otros, por traumas personales. Señala Julio Caro Baroja en el prólogo a la edición de 1977 que su tío no sólo fue anticlerical sino «anticristiano» y que los años que vivió en Pamplona le marcaron (mal) para siempre.
«Vivió en una Pamplona levítica y en la catedral de Pamplona tuvo una impresión terrible, a los nueve o diez años. La Iglesia quedó simbolizada para él en un grueso canónigo enfurecido que le maltrató y al que odiaba aún en 1917 [que es cuando se publica la primera edición de Juventud, egolatría]».
Hoy es fácil meterse con la Iglesia, los laicosos lo hacen a menudo, pero en la España de 1917 no lo era tanto. Ni con los toros: «Las corridas de toros nos producen asco. La crueldad, como la estupidez, cuanto más adornadas, son más odiosas».
Haciendo amigos.
MÁS ALLÁ DE LA COHERENCIA
Muchas de las invectivas barojianas me parecen un tanto aceradas de más, juveniles en cuanto a pasionales; hay morbo en leerlas, el de ver a alguien dominado en muchos casos por sus fobias. Pero el valor del libro no estaría tanto ahí, sino en la renuncia de Baroja a ser coherente, que entonces se decía ser «consecuente».
El gran sacramento de la coherencia, tan jaleada hoy, a la que se venera hoy con modos cuñadísticos porque no hay ser complejo que no incurra en varias contradicciones y cambios de rumbo a lo largo de su vida. Y más aún cuando la coherencia, el ser consecuente, era poco menos que comulgar con las ruedes de molino del «ordenancismo, las purgas, depuraciones, purificaciones y otros horrores», como señala Caro Baroja.
Baroja escribió el libro con 45 años, cuando se sentía ya un viejo (aunque viviría otros 44) y asumió el libro como una «obra de higiene». En él más, que odio, hay un deseo de limpiar las impurezas que la sociedad, el país, su tiempo, va sedimentado en él y lo hace a través del zirikatu, vocablo vasco que viene a decir algo así como malmeter, criticar, y que hemos adoptado con el sonoro ciriquear. «Sus diatribas, setenta años después, aún pican», decía su ilustre sobrino. ¿Lo harán cien años después?
El encanto de Juventud… es que está escrito fuera del cálculo, sin tener en cuanta al público, es decir, el qué dirán, y está concebido, como el autor dijo, como «una exudación espontánea». Deberíamos escribir más así, casi sin editar, como Bob Dylan grababa sus mejores canciones: primera toma y a correr. El resto ya es manierismo e impostura.
Baroja se mete con Shakespeare («Otelo es un drama falso y absurdo»), con los aficionados a la música («gente un poco vil, envidiosa, amargados y sometidos»), con las religiones («la gran defensa de la religión está en la mentira. Con la mentira vive la religión») y con América («los españoles de América y los americanos no me interesan nada») entre otros muchos blancos.
Leí joven a Baroja, y como joven que era, me acerqué a sus ideas casi como si fueran esos dogmas que repudiamos. Error. Hay que leer a Baroja como Baroja se leería a sí mismo, con pasión pero también con desconfianza.
Tuvo algo, mucho, de precursor, como su inmortal personaje Andrés Hurtado, y fue a contracorriente e hizo lo que le dio la gana. Como también fue precursor este conjunto de ideas volcadas un poco al tuntún en que, si bien se despachó a gusto y sin morderse la lengua, demuestra que fue un hater también a su manera. Porque sus malos humores nacen de asumir que las cosas no son, por desgracia, tan hermosas como a uno le gustaría. Porque el fondo de Baroja era sentimental, romántico, hipersensible y las diatribas más mordaces no son sino el síntoma de una decepción. Baroja, a sus 45 años, no deja de ser un espíritu juvenil, soñador, al que le duele aceptar el estado de cosas (inconsciente de lo que estaba por venir).
En lo que podría parecer un discurso destructivo, se oculta pues la desazón de asistir al particular derrumbe de todo lo que era sólido, entre otros muchos penares. Como se oculta también un idealismo sano y generoso, uno de los lados de ese ser poliédrico y escurridizo a la etiqueta fácil que es Pío Baroja:
«Yo parezco poco patriota, sin embargo lo soy. (…) Tengo normalmente la preocupación de desear el mayor bien para mi país; pero no el patriotismo de mentir. Yo quisiera que España fuera el mejor rincón del mundo y el país vasco, el mejor rincón de España».