miércoles, 1 de marzo de 2017

CLARICE LISPECTOR. LA SOLEDAD DE NO PERTENECER






guy bourdin



"Estoy segura de que en la cuna mi primer deseo fue el de pertenecer. Por motivos que ahora no importan, debía de estar siendo que no pertenecía a nada ni a nadie. Nací por nacer.
Ya en la cuna sentí esta hambre humana y ha seguido acompañándome toda la vida, como si fuese un destino. Hasta el punto de que mi corazón se contrae de envidia y y de deseo cuando veo a una monja: ella pertenece a Dios.


Precisamente porque es tan fuerte en mí el hambre de entregarme a algo o a alguien me volví bastante arisca: tengo miedo de revelar cuánto lo necesito y lo pobre que soy. Sí, lo soy, muy pobre. Solo tengo un cuerpo y un alma. Y necesito más que eso. Quién sabe si empecé a escribir tan pronto porque, al escribir, por lo menos me pertenecía un poco a mí misma, aunque eso sea solo un triste facsímil.


Con el tiempo, sobre todo en los últimos años, he perdido la capacidad de ser persona. Ya no sé cómo se hace. Y una forma nueva de la "soledad de no pertenecer" ha empezado a invadirme como la hiedra de un muro.

Si mi deseo más antiguo es el de pertenecer, ¿por qué entonces nunca he formado parte de clubes o de asociaciones? Porque no es eso a lo que yo llamo pertenecer. Lo que yo quisiera, y no consigo, es por ejemplo que todo lo que de bueno surgiese en mi interior pudiese entregarlo a aquello a lo que perteneciese. Incluso mis alegrías, qué solitarias son a veces. Y una alegría solitaria puede volverse patética. Es como quedarse con un regalo envuelto en papel bonito en las manos y no tener a quién decirle: toma, es tuyo, ¡ábrelo! Como no quiero verme en situaciones patéticas y, por una especie de contención, evito el tono de tragedia, raramente envuelvo con papel de regalo mis sentimientos.

Pertenecer no resulta solo de ser débil y de necesitar unirse a algo o a alguien más fuerte. Muchas veces mi intenso deseo de pertenecer surge de mi propia fuerza, quiero pertenecer para que mi fuerza no sea inútil y haga más fuerte a una persona o a una cosa.

Aunque tengo una alegría: pertenezco, por ejemplo, a mi país, y como millones de otras personas pertenezco tanto a él que soy brasileña. Y yo que, muy sinceramente, nunca he deseado o desearé la popularidad -soy demasiado individualista para poder soportar la invasión de la que es víctima una persona popular-, me siento sin embargo feliz de pertenecer a la literatura brasileña por motivos que no tienen nada que ver con la literatura, porque ni siquiera soy una literata o una intelectual. Soy feliz solo por "formar parte".

Casi consigo visualizarme en la cuna, casi consigo reproducir en mí la vaga y sin embargo permanente sensación de necesitar pertenecer. Por motivos que ni siquiera mi madre o mi padre pudieron controlar, nací y me quedé así: nacida.

Sin embargo fui planeada para nacer de una manera tan bonita. Mi madre ya estaba enferma, y, según una superstición bastante extendida, se creía que tener un hijo curaba a las mujeres de una enfermedad. Entonces fui deliberadamente creada: con amor y con esperanza. Pero no curé a mi madre. Y hasta hoy siento la carga de esta culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Como si contasen conmigo en las trincheras de una guerra y hubiese desertado. Sé que mis padres me perdonaron haber nacido en vano y haber traicionado su gran esperanza. Pero yo, yo no me lo perdono. Desearía que simplemente se hubiese producido un milagro: nacer yo y curar a mi madre. Entonces sí: habría pertenecido a mi padre y a mi madre. No podía confiar a nadie esa especie de soledad de no pertenecer porque, como un desertor, mantenía el secreto de una huida que por vergüenza no podía ser conocido.

La vida me ha hecho de vez en cuando pertenecer, como si lo hiciese para darme la medida de lo que pierdo cuando no pertenezco. Y entonces lo supe: pertenecer es vivir. Lo sentí con la sed de quien está en el desierto y bebe con ansia los últimos tragos de agua de una cantimplora. Y después la sed vuelve y camino realmente por el desierto."


(Clarice Lispector, Aprendiendo a vivir, pp. 126-128.

Trad. de Elena Losada
Siruela. Madrid, 2004)

lunes, 27 de febrero de 2017

Toda la novela occidental oscila entre dos ideas límites



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De igual manera que se afirma (y lo menos para esta ocasión es la propiedad de la frase que utilizo tan sólo como una metáfora) que toda la metafísica occidental reproduce un constante movimiento de péndulo entre los conceptos de finalidad según Aristóteles y según Spinoza, así creo yo que toda la novela occidental oscila entre dos ideas límites: el Quijote y otro cualquiera que no me atrevo a precisar porque no se cuál es. A veces he pensado que el extremo opuesto es Le temps retrouvé y en ocasiones me inclino a creer que está en Absolom, Absolom, pero como nunca llego a ninguna clase de certeza prefiero dejar el tema sin establecer y así seguir bombeando el agua del pozo de esa duda. Por otra parte, tantas más dudas tengo sobre la naturaleza de uno de los extremos de ese movimiento, tanto más firme es mi convicción de que el opuesto lo ocupa el Quijote. Para un novelista consciente de su modesta posición en un punto intermedio de esa carrera del péndulo, el Quijote no puede ser ya un modelo. Quien a estas alturas intente no ya imitarlo, sino aprovechar cualquiera de sus hallazgos para el beneficio de su propio arte narrativo, está perdido. No hará más que resbalar. La historia y la tradición literaria, la fortuna de sus imitadores -de Sterne a Gogol, de Dickens a Kafka- no ha hecho más que alejar el modelo hasta hacerlo inalcanzable, de la misma manera que la pléyade de santos y devociones ha hecho poco menos que imposible la imitación de Cristo. Y, por si fuera poco, una cosa es imitar el Quijote o aprovechar de sus muchas enseñanzas y otra muy distinta es intentar reproducir o repetir el gesto de Cervantes respecto a la invención narrativa.
Juan Benet
Onda y corpúsculo en el Quijote, 1979 
***
Una reflexión ligada a lo que decía recién Saer sobre El Quijote y también ligada a la tensión entre novela y vanguardia. Un hecho que ha llevado a la novela a ser vista como un género vulgar es su traductibilidad. A diferencia de la poesía, la narración se puede traducir y eso en cierto círculo ha sido visto como un defecto. Ciertas tendencias de la novela contemporánea que se proponen como experiencias con el lenguaje intentan llevar al género a su intraductibilidad.
Siempre me ha llamado la atención que el filólogo alemán E.M. Curtius, en su libro Literatura europea y Edad Media latina, señalara que romanzar -la palabra que define la traducción del latín a las lenguas vulgares- es el origen de romance, una versión de novela en inglés, y de roman, el nombre en francés del género. La palabra romance que designa al género deriva de la técnica de traducir (romanzarenromancier) y alude así al origen histórico del género, es decir, a la tensión entre las lenguas vernáculas y el latín escrito. Es como si la novela hubiera nacido íntimamente ligada a la traducción y a la posibilidad de expandirse en idiomas distintos. Y esa relación con las lenguas vulgares define a la novela desde su origen, siempre ligada al mundo cotidiano y a la cultura baja.
La novela es la primer forma narrativa que surge ligada a la traducción. Recordemos que la novela inicial, El Quijote, se propone como una traducción del árabe, es decir que la traducción está incorporada a la propia ficción. El escritor descubrió el manuscrito árabe en una calle de Toledo y busca a alguien que lo traduzca y encuentra a un joven anónimo árabe cuya versión es lo que nosotros leemos. Es decir, lo que estamos leyendo es una traducción al castellano del original en árabe escrito por Cide Hamete Benengeli, "autor arábigo y manchego" y cronista o "historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas", que aparece a partir del capítulo IX hasta el final de la Segunda Parte. "LA ficción en Europa viene de los árabes", como dice Norman Daniel (en Gli Arabi e l'Europa el Medio Evo) y ése es uno de los sentidos de la presencia de Cide Hamete Benengeli.
Pero a la vez la tensión entre novela y traducción está presente como disputa en el mercado y aparece la competencia entre tradición local y literatura mundial: "yo soy el primero que he novelado en lengua castellana; que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas extranjeras y éstas son mías propias, ni imitadas ni hurtadas", dice Cervantes en el Prólogo a las Novelas ejemplares. Al mismo tiempo, El Quijote fue rápidamente traducido, adaptado y leído en todo el mundo.
La novela, entonces, es el primer género verdaderamente internacional, el primer género que nace para ser leído en todas las lenguas y en todas las versiones, para llegar a todos lo lugares y a todos los lectores. Por eso podríamos decir que la primera novela es El Quijote, donde la traducción está implícita, y la última es el Finnegans Wake, que aspira a estar escrita en todas las lenguas -aunque su sintaxis es inglesa- y ya no es una novela porque no se puede traducir.
Ricardo Piglia
Por un relato futuro
Conversaciones con Juan José Saer

domingo, 26 de febrero de 2017

LA DIFERENCIA ENTRE SER CULTO Y SER INTELIGENTE, SEGÚN SAMUEL BECKETT






“Ser culto” y “ser inteligente” se consideran estados distintos del intelecto. Uno se refiere a la “cultura” que posee una persona y el otro tiene connotaciones un tanto más científicas, como una característica casi fisiológica que puede medirse y cuantificarse.
Así, alguien es culto por los libros que ha leído y recuerda, por la calidad de su vocabulario, por las películas que ha visto e incluso por los viajes que ha realizado. Culto es aquel que se ha cultivado, como un campo, para obtener para sí los mejores frutos de la civilización. Desde una perspectiva en la que se combinan los proyectos más ambiciosos de Occidente —de los valores de la antigüedad clásica al humanismo del Renacimiento, el cristianismo y la Ilustración—, una persona culta también es compasiva, empática, solidaria, amable y quizá hasta sabia. En pocas palabras, hay toda una corriente de pensamiento que ha defendido que el ser humano se vuelve tal sólo gracias a la cultura.
La inteligencia, por otro lado, se ha pensado y estudiado sobre todo como una cualidad inherente al hombre como especie. Nuestra inteligencia es resultado de la evolución y, por lo mismo, todos los individuos la tienen. Desde un punto de vista científico, la inteligencia explica que seamos capaces de leer o ver una película, pero también sumar o restar cantidades, y que podamos manejar un automóvil o atrapar una pelota.


Curiosamente, por razones que no son del todo claras pero quizá se expliquen por el clasismo de ciertas sociedades, en ciertas circunstancias la cultura y la inteligencia pueden aparecer enfrentadas. Dado que la cultura se convirtió en un bien asociado a las clases privilegiadas —la nobleza o la burguesía, por ejemplo—, también se ha utilizado como una suerte de discriminador, una forma de distinguir entre una persona que tuvo acceso a dicha cultura —a ciertos libros, ciertas escuelas, ciertos viajes— y otra que no. Cuando la cultura se usa de esa manera, es previsible que se convierta en una categoría deleznable.
De ahí que surja entonces el “ser inteligente” como una especie de defensa: quizá no todos seamos cultos, pero indudablemente todos somos inteligentes. Para algunos no tener cultura se compensa con el hecho de, por ejemplo, poder resolver problemas con facilidad, o vivir con sencillez, sin crearse esos laberintos absurdos en los que a veces se mete la gente culta.
Sólo que ninguna categoría es mejor que otra. Desafortunadamente, es cierto que tanto la cultura como la inteligencia están relacionadas con la desigualdad inevitable del sistema de producción hegemónico. La desnutrición, por ejemplo, tiene efectos sobre el desarrollo cognitivo de un niño, y sabemos bien que hay sociedades más desnutridas que otras. Igualmente la cultura, a pesar de todos sus sueños humanistas, se ha convertido en un producto de consumo, lo cual provoca que surja y se destine a personas que puedan adquirirla.


Quizá por eso hay un punto en el que ser inteligente parezca más atractivo que ser culto. ¿Para qué cultivarse, si la cultura también sirve para humillar y diferenciar? ¿Para qué cultivarse si, con eso, también se alimenta esa maquinaria despiadada de producción-consumo-deshecho? Conflictos en donde la cultura está involucrada y, por eso mismo, no parece probable que sea un camino para solucionarlos.
¿Y la inteligencia? Quizá ahí se encuentren otras posibilidades. A pesar del dicho de Proust —“Cada día atribuyo menos valor a la inteligencia”—, quizá la inteligencia sea ese salvoconducto que nos lleve fuera de las posturas falsas y los simulacros de la cultura contemporánea.
A propósito de este asunto, hace unos días Nicholas Lezard publicó en The Guardian un artículo en que habla de la diferencia entre la inteligencia y la intelectualidad a partir de Esperando a Godot, la célebre pieza de Samuel Beckett. Como sabemos, Esperando a Godot se considera uno de los mejores usos del absurdo dentro de la literatura, una obra revolucionaria tanto estética como culturalmente, pues retrató con frialdad el extremo del nihilismo al que había llegado la civilización europea del siglo XX.


Lezard recuerda la atracción que de inmediato sintió por Esperando a Godot, un ambiente que a pesar de su parquedad —o quizá debido a esta— de inmediato lo hizo sentir bien recibido, acaso no totalmente cómodo pero sí en un territorio inesperadamente familiar. “Desde la primera página estaba hipnotizado, sorprendido”, escribe Lezard, a quien la extrañeza de los diálogos beckettianos, simples y no tan simples al mismo tiempo, lo condujo a un territorio que imprevisiblemente no era del todo desconocido.
En breve, estaba enganchado. Ahí tenía a un autor que era irreverente, escatólógico y sin embargo profundo; alguien completamente desinteresado en las convenciones de la literatura y sin embargo capaz, justo por medio del lenguaje, de mantener nuestra atención a pesar de que nada esté sucediendo. […] Y conforme descubrí detalles de su vida, primero por la biografía semi-autorizada de Deirdre Bair, me di cuenta de que no sólo su trabajo era ejemplar, sino también su vida. Ahí estaba alguien que se había purgado a sí mismo de vanidad, tanto la suya como la del mundo; un hombre de una integridad intachable, tanto en su obra como en su vida.
Con estos antecedentes, Lezard acepta que Beckett sea considerado un autor “intelectual”; “pero sospecho que es porque muchas personas no conocen la diferencia entre ser inteligente y ser intelectual”. ¿Y cuál es esa diferencia? Dice Lezard:
Más tarde descubrí que Beckett era, de hecho, furiosamente intelectual, pero que había dejado atrás la academia, aborrecido la oscuridad de la jerga y ciertamente no era el tipo de intelectual de posición a quien las televisoras piden su opinión.
Un guiño de inteligencia por parte de Beckett, parece decirnos Lizard. El gesto de tributar la cultura a la autenticidad para aceptar así que, a lo sumo, podremos responder dos o tres preguntas en la vida, poco más o poco menos, y será suficiente, y será más auténtico que todas esas preguntas que dicen responder las personas cultas y los intelectuales.