viernes, 10 de febrero de 2017

Subrayar libros, un sacrilegio necesario



George Steiner no podía leer sin un lápiz en la mano. En una entrevista concedida a El Paísbromeó sobre el tema. Le preguntaron qué es ser judío: «Un judío es un hombre que, cuando lee un libro, lo hace con un lápiz en la mano porque está seguro de que puede escribir otro mejor», respondió.
Esta pugna entre aficionados a las letras cuenta ya con décadas de batalla: ¿Es más digno el lector que subraya una novela o el que no? Los libros son cuerpos vivos, y eso levanta muchas broncas y encontronazos. Su integridad física es defendida por unos como si se tratara de su propia carne o, más bien, de la carne de un ídolo. Muchos de estos se ofenden con ese otro tipo de lector que cae en la irreverencia de manejar las páginas como si fueran de papel: garabatea, subraya frases y párrafos.
Los primeros se lavan las manos y se cuidan de no abrir el libro más de 100 grados por miedo a que se aflojen las costuras. Son lectores a la japonesa: se descalzan antes de entrar en la historia, sueñan con pasar por ella sin contaminarla. Los otros, de los que hablamos aquí, se meten en el texto con los zapatos embarrados y obligan a cualquier visitante posterior a recibir una versión intervenida de su significado.
¿Pero acaso los cuerpos no están pensados para que, unos en otros, vayamos dejándonos señales, matizándonos, marcándonos relieves?
El veterano artista argentino Eduardo Stupía reflexionó sobre el hecho: «Cuando marco algo en un libro, me doy cuenta de que el marcado soy yo, que hay libros que efectivamente me marcaron y qué hay otros que uno marcaría desde el comienzo hasta el final».
Uno cree que está subrayando el papel y, en realidad, él es el subrayado. La mayoría de acciones con las que osamos modificar el mundo exterior repercuten sólo en uno mismo. «No te regalan un reloj, tú eres el regalado», dijo un gran subrayador y anotador de libros llamado Julio Cortázar.
El autor de Rayuela discutía con las obras que tocaban sus manos, en cada tomo de su biblioteca está grabada la historia de una lectura apasionada, de un diálogo de tú a tú con los autores. Subrayaba, escribía, criticaba, celebraba, se cabreaba: «La más íntima, sola, poesía. Rumorosa y mínima», anotó en los márgenes de La realidad y el deseo de Luis Cernuda. Ahora, una visita a estos volúmenes ofrece un hilo que guía por lo más parecido a una biografía intelectual en la sombra de uno de los escritores más desafiantes del siglo XX.
Quizás la respuesta a por qué determinados lectores necesitan empuñar el lápiz o el bolígrafo cuando se enfrentan a una novela esté en el objetivo de la lectura. En una entrevista con Juan Gustavo Cobo Borda de 1981, el expansivo Gabriel García Márquez habló de sus inicios, de las obras que le nutrieron: «los novelistas son unos lectores diferentes al resto de los humanos. Sólo leen para saber cómo están hechos los libros. Se trata de una lectura puramente técnica, para desarmar el libro y ver cómo está cosido por dentro». La disección requiere bisturí, lápiz, salvo que se posea una capacidad de concentración torrencial.
subrayar libros
Herman Melville
Subrayamos, en principio, para facilitar la relectura y no tener que volver a picar la piedra en busca de minerales preciosos. Sin embargo, no releemos tanto como subrayamos. Con el tiempo, nos percatamos de que resaltar frases, en realidad, es una forma de detenernos, de meditar, o de aceptar nuestra ignorancia y meterla entre corchetes, o de festejar los descubrimientos plegándonos ante el autor con signos de exclamación.
Hay riesgos. Para los compulsivos del lápiz, un regreso a cualquier obra puede acarrear una humillación. Podemos darnos cuenta de haber destacado pasajes superficiales, cursis, de haber anotado obviedades en los márgenes, de haber corregido al autor de manera errónea, habiéndolo malinterpretado. Es la prueba de que cuando nos creíamos capaces de glosar con ingenio éramos mediocres, y eso aviva la sospecha de que lo sigamos siendo. La mediocridad no avisa.
También sucede lo contrario, pero es más raro, porque siempre cambiamos de gustos y de puntos de vista renegando con cierta violencia. Por eso utilizar el lápiz y no los bolígrafos o los rotuladores es un acto de compasión con uno mismo. Aunque nunca borremos las intervenciones anteriores, la mera textura del grafito alivia, indica que uno puede desdecirse y que las ideas pasadas no eran definitivas, sino parte de una trayectoria.
El bolígrafo provoca lo contrario. Las páginas pintarrajeadas con tinta, con el tiempo, se sienten aborrecibles como la ropa interior sucia de otro, sobre todo si la tinta tenía un color diferente al del texto. El bolígrafo negro resulta siempre menos agraviante que el rojo o el verde.
A pesar de los inconvenientes, los adictos al subrayado siempre preferirán un libro manchado. Sólo ellos conocen el morbo de tomar un libro ajeno y mirar las frases elegidas: pocas intimidades hay más profundas. En cambio, desasosiega tomar un ejemplar de una biblioteca personal y verlo impoluto, con las páginas rígidas y blancas, nunca maleadas.
El efecto que produce es el mismo que entrar a una casa abandonada esperando encontrar objetos y captar olores que lleven a fantasear con los recuerdos de otros y que, de pronto, descubramos que el domicilio nunca fue otra cosa que un piso piloto: están los muebles, los electrodomésticos, pero todo envuelto en una atmósfera esterilizada, sin alma.
Subrayar sirve también para dejar rastro. Ya de viejo, Herman Melville marcó un par de versos en un poemario del escritor escocés James Thomson: «Ponderando una dolorosa serie de derrotas/ Y negros desastres desde el primer día de mi vida». Quedó como un mensaje para las generaciones posteriores. Nos legó una imagen: Melville consolándose con la complicidad que ofrecían las palabras de Thomson. Esa línea que surca las dos frases sería el punto de partida perfecto para narrar la historia de un genio que murió ignorando que su obra iba a coronar la cumbre de la literatura universal.

miércoles, 8 de febrero de 2017

'El Quijote' empleó casi 23.000 palabras diferentes. Hoy un ciudadano medio utiliza 5.000'




"Ínclitas razas ubérrimas", escribe Rubén Darío al comienzo de su 'Salutación del optimista'. Miguel Sosa era un niño cuando se encontró con este primer verso y solo entendió la palabra razas. La curiosidad lo llevó a coger el diccionario y buscar el significado de ínclitas y ubérrimas y desde ese momento ya no se separó de él.
La pasión por las palabras se convierte en el "cultipicaño" 'El pequeño libro de las 500 palabras para parecer más culto'(Alienta), "un pequeño paso a favor de la lectura y un gran paso en contra de la estulticia", en palabras del autor. 500 palabras ejemplificadas con citas literarias de más de doscientos autores y doce premios Nobel, 500 palabras que conocía y que reunió a partir de los vocablos que cada mañana mandaba al grupo de 'whatsapp' de sus amigos. Y para parecer, porque según Miguel Sosa el título conlleva su crítica social: "Antes la mujer del César tenía que ser honrada y parecerlo. Ahora el hábito hace al monje".
Su palabra preferida es "vagido", el llanto de un bebé, pero también le gusta "evanescente", como la condición del ser humano. La que más fea le parece es "clinero", persona que vende por la calle pañuelos de papel, aunque "pasagonzalo", golpe pequeño dado con la mano y, particularmente, en las narices, admite que "tiene su guasa". "Cederrón" le suena horrible, y no es más que la castellanización de CD-ROM. También hay significados que le parecen inadmisibles, como el de "periquear", dicho de una mujer que disfruta "de excesiva libertad". "¿Excesiva libertad? Eso no existe, lo que existe es la privación de libertad", reivindica.
"Estamos perdiendo la curiosidad. Ahora, cuando digo una palabra poco común, rara vez me preguntan por su significado y cuando lo hacen me dicen: ¡Qué pedante! ¿Tu ignorancia es mi pedantería?", se pregunta Miguel Sosa, quien cree que la palabra es anterior al pensamiento y que "la distancia que va de la mente a la boca es la que nos permite no llorar cuando escribimos un texto dramático".
Cervantes en 'El Quijote' empleó casi 23.000 palabras diferentes. Hoy un ciudadano medio utiliza unas 5.000. "Es muy difícil encontrar el término 'uxoricida' en un medio de comunicación y, por desgracia, más de 50 veces al año es noticia. Es un hombre que mata a su mujer. No usar esa palabra nos empobrece. Si reducimos nuestro vocabulario se empobrece nuestro pensamiento y, en consecuencia, somos menos críticos", cuenta con desazón Sosa.
"Hay una drástica y dramática reducción del vocabulario", continúa Miguel, quien cree que la mejor reserva del español está en Latinoamérica. Opina que los medios utilizan el mismo lenguaje estandarizado que se emplea en la calle y, planteada la cuestión de si ante un texto complejo se corre el riesgo de que el lector lo deseche, dice convencido que "cuando uno quiere siempre encuentra una razón y cuando no una excusa porque el diccionario está al alcance de todos"
Sobre las redes sociales también lo tiene claro: "Hay faltas de ortografía en Internet con las que te sangran los ojos, pero el lenguaje lo descuida el usuario y no la plataforma, y cree que la limitación de espacio en Twitter no potencia la despreocupación por el lenguaje sino la capacidad de síntesis. La economía del lenguaje es una de las bellezas del idioma". 
Las palabras nacen, mueren y se reinventan. Se introducen nuevas acepciones por los significados que la sociedad les da. Un ejemplo. Petar según la RAE significa agradar, pero actualmente significa lleno (este sitio está petado) o éxito (Silvia lo petó con su nuevo tema). En un futuro, petar tendrá tercera y cuarta acepción. "El diccionario es producto de nuestro tiempo y el lenguaje es como el amor: se hace".
"Querido es amasio, mi novia es mi oíslo y te puedo dar un abrazo o un amplexo. Tus ojos son melifluos, pero él es ojizarco. La rodaja de limón de mi bebida se llama luquete, la espuma de cerveza que de aquel señor es el giste y lo que llevas en el lóbulo son zarcillos, que es mucho más bonita que la palabra pendiente. No hay dos palabras iguales en el castellano, cada una tiene su matiz, y por eso la entrevista con EL MUNDO la señalo en el calendario, pero un viaje con mi novia decorará un mi almanaque".

martes, 7 de febrero de 2017

Almeida, Carmena y Sauquillo


Artículo de Ramón Irigoyen publicado en “Diario de Navarra”. Lunes, 06/02/2017
Se ha presentado en Madrid el excelente libro Cristina, Manuela y Paca (editorial Península), nombres de tres figuras clave del antifranquismo que, respectivamente, corresponden a los apellidos Almeida, Carmena y Sauquillo, que, por supuesto, nos las hacen más visibles. Porque ¿cuántas Cristinas, cuántas Manuelas y cuántas Pacas hay en España cuya intento de identificación, por la superabundancia de estos nombres de pila, nos podría hacer estallar el cerebro? La presentación del libro se celebró en la sede de Comisiones Obreras – antigua sede del sindicato vertical franquista -, domiciliada en la calle de Lope de Vega, pegada al paseo del Prado.
La presentación de Cristina, Manuela y Paca se celebró el pasado 24 de enero, el día en que se cumplía el 40º aniversario del asesinato de cinco abogados laboralistas en su despacho de la madrileña calle de Atocha. Aquel atentado, perpetrado por la ultraderecha,  conmovió a casi el país entero salvo, como suele ocurrir, a algunas alimañas nacidas para odiar día y noche.  En el atentado murió el hermano de Paca Sauquillo, Francisco Javier. Manuela Carmena, actual alcaldesa de Madrid, se libró de ser una de las víctimas del atentado porque, protegida desde el paraíso comunista por Marx y Engels, había cambiado a última hora una cita en aquel despacho. Igualmente Cristina Almeida, abogada de aquel despacho,  se libró del atentado y, con su oratoria tan admirada por Cicerón, el emperador del discurso forense en Roma, participó de forma decisiva en la acusación del juicio.
El editor Ramón Perelló puso de relieve en la presentación  que Almeida, Carmena y Sauquillo, ya en sus días de estudiantes en los años sesenta, fueron líderes destacadas en una universidad donde había muy poco espacio público para las mujeres.  Las tres han sido pioneras en el campo del derecho laboral – el mismo, por cierto, que tanto tentó a Donald Trump veinte años antes de su nacimiento – y en el compromiso político. Las tres han sido un ejemplo vivo para  toda una generación  de letradas que en el ejercicio de su actividad profesional pusieron por delante la lucha por una justicia democrática durante la dictadura franquista.
Paca Sauquillo militaba – y quizá sigue militando, no sé puede saber todo –  en los movimientos cristianos de base. Cristina Almeida y Manuela Carmena, inspiradas y protegidas por Lenin, militaban en el partido comunista. Almeida fue candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid. Sauquillo fue candidata a la alcaldía de Madrid. Y Carmena es Carmena.  Las tres fueron y siguen siendo protagonistas de la recuperación de las libertadas y de la construcción de la democracia en España.
El acto resultó vivo y  muy ágil por la brillantez y la buena administración del tiempo de las personas que intervinieron. Brillaron especialmente los discursos de Almeida – una fiera mitinera de primerísimo nivel -, Carmena, que debió nacer cosida a un micrófono, y Sauquillo, que mezcla sabiamente política con autobiografía. La eufonía de sus voces, como decía el orador Demóstenes al pie de la Acrópolis,   incrementa la persuasión de sus discursos.
Los autores de Cristina, Manuela y Paca son José G. Alén, Irene Díaz y Rubén Vega. José G. Alén es catedrático de historia de enseñanza media. Ha orientado sus investigaciones en el campo de la historia social hacia el mundo del trabajo industrial. Irene Díaz es historiadora especializada en metodología de historia oral. Tiene a su cargo, desde  2007, el Archivo de Fuentes Orales para la Historia Social de Asturias (AFOHSA). Rubén Vega es historiador y profesor de la Universidad de Oviedo vinculado, desde sus orígenes, a AFOHSA.
Mi sueño era – y no exagero –  saludar a Ramón Perelló  que comparte nombre y apellido con uno de los letristas más importantes del siglo XX. Pero el coordinador del auditorio  de Comisiones Obreras, con una eficacia que para sí quisieran los guardaespaldas de Putin, me impidió acercarme a Ramón Perelló. Me distraje unos minutos saludando a alguna gente – Ángel Gabilondo, Ignacio Fernández Toxo, que tiene un fan en el diario ateniense Ta Nea (Las Noticias) que me ha pedido información sobre Toxo en varias ocasiones – y, ay, Ramón Perelló había desaparecido. Y, claro, me acordé del  psiquiatra Julio Herrero Lozano –el autor del gran libro  Creencias que dañan, creencias que sanan (editorial Universitas) , que dice: “si te pisan un pie la culpa es tuya.” Y, por tanto, felicité en mi imaginación  al coordinador del auditorio  por su buen trabajo al impedirme saludar a Perelló  y pensé que, si algún día vuelvo a Comisiones Obreras, por si acaso, antes de ir, le pondré un SMS a Raúl Castro para pedirle su apoyo. ¿Tiene el editor Ramón Perelló parentesco con el Ramón Perelló, autor de la letra de La bien pagá y de Échale guindas al pavo?



domingo, 5 de febrero de 2017

SOBRE LA EDAD Y LA CREATIVIDAD: LA CARTA DE KUROSAWA A BERGMAN


¿Cuándo comienza realmente la creación artística? ¿Cuándo puede decirse que de verdad termina? Por medio de una carta, Akira Kurosawa planteó este enigma al gran Ingmar Bergman

akira kurosawa

Hacia el final de El escritor y sus fantasmas, Ernesto Sabato dedica uno de los fragmentos del libro a discurrir sobre el momento en que una persona que ha incurrido en la vocación de la escritura, cedido a la tentación de la ficción, tendría que ponerse a escribir. El “momento” en un sentido existencial.
¿Será en la adolescencia, cuando muchos descubrimos inesperadamente que no sabemos cuál es el sentido de la vida o el propósito de la nuestra? ¿Será en la madurez, cuando hay experiencias suficientes que, quizá, pueden soportar el trasvase a la literatura? ¿O será más bien la llegada de la senectud, cuando el ardor de antaño es apenas un rescoldo y el curso de nuestra vida se ha tranquilizado tanto como para que podamos hurgar entre sus sedimentos?
Aparentemente hay una paradoja entre el impulso por decir, la necesidad de expresar ―que caracteriza a todo artista― y la elección de aquello que se quiere decir; esa materia prima que sólo cuando es auténtica, cuando surge del núcleo de la subjetividad, es capaz de transformarse en obra y comunicar, tender un puente con la realidad y el mundo.
En julio de 1988, Ingmar Bergman cumplió 70 años. A modo de gesto conclusivo, el director publicó sus memorias con el título Linterna mágica, en donde aseguró que “probablemente lamentaría el hecho de no hacer más películas”.
Como respuesta, un director no menos genial, Akira Kurosawa, le envió una carta en la que cuestionaba esta renuncia y, a cambio, daba sus razones por la cual Bergman podía pensarla dos veces antes de abandonar la creación fílmica.

Ingmar Bergman  
Film buff ... Ingmar Bergman. Photograph: AP

Estimado Sr. Bergman:
Por favor permítame felictarlo por su septuagésimo cumpleaños.
Su trabajo llega a lo profundo de mi corazón cada vez que lo veo: he aprendido mucho de sus obras y he sido alentado por ellas. Deseo que se encuentre en buena salud para crear más películas maravillosas para nosotros.
En Japón había un gran artista llamado Tessai Tomioka, quien vivió en el Periodo Meiji (al final del siglo XIX). Este artista pintó de manera excelente cuando aún era joven y, cuando alcanzó los 80 años, de pronto creó pinturas que eran muy superiores a estas, como si se encontrara en un florecimiento magnífico. Cada vez que veo sus pinturas, me doy cuenta por entero de que un ser humano no es capaz de realmente crear buenas obras sino hasta que llega a los 80.
Un ser humano nace como bebé, se convierte en niño, pasa por la juventud, la flor de la vida, y finalmente regresa a ser un bebé antes de que termine de vivir. Esta es, en mi opinión, la forma más ideal de la vida.
Creo que estará de acuerdo en que un ser humano se hace capaz de producir obras puras, sin restricciones, en los días de su segunda infancia.
Ahora tengo 77 años y estoy convencido de que mi trabajo real apenas está empezando.
Mantengámonos juntos por el bien del cine.
Con los saludos más cálidos,
Akira Kurosawa