domingo, 31 de diciembre de 2017

UN VIAJE FRUSTRADO Autor: Josep Pla


27 de septiembre.







La comida y la sobremesa se han prolongado desde las tres de la tarde hasta casi las diez de la noche. Todo ha sido abundante y suculento. El alioli, insuperable, sólido, de una consistencia absoluta: en él se sostenía en pie la mano del almirez. De postre, hemos comido uva. La tarde se nos ha pasado bebiendo roquills. Para provocar la apetencia de este líquido no hay mejor que la pastosidad que el alioli deja en la lengua. Las canciones han sido abundantes y directas: la ocasión no se prestaba para muchos cumplidos. Hemos agotado nuestra provisión de coñac y la de la casa. La gente es infatigable y llega a aturdir: canta, narra historias, come, bebe, fuma, se sienta y se levanta de la mesa, sin descanso. Hermós, a quien fascinan estos ambientes, ha vivido unos momentos de dionisíaco remolino.
-¿Cuántos siglos – pienso- lleva la gente de este país viviendo de esta manera?¿Acaso todo esto puede durar siempre? Esta delirante locura primitiva y decadente, ¿nunca tendrá fin? A veces, la felicidad del país me da miedo. Es tan notoria, que indefectiblemente está destinada a desvanecerse.
Al atardecer ha empezado a llover, y como si llueve en este país nadie hace nada, la gente de la cala se ha llegado hasta la cocina. No todos, claro –porque la palabra “todos” aquí no existe-, sino los amigos. Ha empezado a llover estupendamente, de una manera mansa y fina, de aquella manera, como dice Hermós, que despierta la sed. A través de la grisalla enmarcada por la ventana se ve caer la lluvia sobre la mar en calma, sobre la blancura del agua dormida y las pequeñas burbujas, como ojos de pez, que el goteo levanta en la superficie. En la tarde solitaria y mortecina, el energumenismo humano parece un hecho absolutamente inútil, inexplicable. Al final, todo termina por agotamiento físico.
Al salir, el aire fresco y las pequeñas gotas de lluvia me reaniman y me despejan. Tenemos el bote fondeando en la misma playa. La calma de la mar es total y hay como un enorme silencio de color perla. Alcanzo mi colchón de bajo proa: la humedad acentúa el vaho de la lana. Estoy desvelado: la taquicardia de siempre. La lluvia tamborilea sobre los corredores y los cuarteles, resbala sobre la tienda. Tengo una vaga sensación, como si por una gotera de la embarcación, de vez en cuando, una gota cayera sobre el colchón que me sirve de lecho. Me angustia pensar que el colchón se irá saturando lentamente.









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