domingo, 4 de junio de 2017

Juan Goytisolo, el escritor que sabía mirar

Era un tímido integral y profundo que no gustaba de la prensa, de los focos, de las fotos. Se sentaba en el Café de France y se sentía parte de una masa humana, de un conjunto de vidas en ebullición, y eso era todo lo que necesitaba
VICENTE LUIS MORA 


Goytisolo, en Marrakech, en 2011.
VLM
4 DE JUNIO DE 2017
Sentado, con un té a la menta o un zumo de naranja sobre la mesa, rodeado de sus silenciosos amigos marrakechíes (marrakchís, prefería él), a última hora de la tarde o primera de la noche, de cara a la plaza Xemáa-el-Fna, mirando con los ojos en llamas, fascinado. Esa es la imagen de Juan que más me viene a la cabeza, quizá porque es la que le vi más veces. Sus ojos encendidos procesando la información incesante y perpetuamente móvil de la plaza, sin faltar a la cita vespertina salvo fuerza mayor; observando cada día las caras cambiantes, los múltiples gestos, los burros, las motos, las chilabas, los turistas, los niños, las ancianas, los pedigüeños que se le acercaban llamándole por su nombre, los policías de paisano, los aguadores con sus trajes típicos y sus platillos descascarillados, los contadores de historias orales a los que tanto admiraba, las bailarinas de la danza del vientre camino del trabajo, los escritores extranjeros que le reconocían y se situaban cerca, pensando si acercarse o no a decirle algo, a expresarle su admiración.
Juan no perdía a nadie de vista. Siempre mirando al frente con pupilas luminosas e inteligentes, tejiendo asociaciones o dejándose llevar, estableciendo patrones o siendo apabullado por la irrepetible secuencia de seres, tantos y tan distintos que la plaza jamás ha repetido dos veces el mismo espectáculo humano. Sentado con un polo o una camisa de hilo blanco en verano; o cubierto con uno de sus chalecos de reportero, llenos de bolsillos, en la cortísima primavera de Marrakech, o embutido en capas y capas de ropa en invierno, porque era friolento (“me gusta más la palabra friolento que friolero”) y se abrigaba con dedicación, cruzándose ropa por el cuerpo como el pájaro traba su nido. Ni demasiado abierto a los periodistas, pues le gustaba disfrutar de su espacio y de su tiempo, ni demasiado cerrado a los españoles que iban deliberadamente a buscarle a su butaca de ver televisión, como él llamaba a su silla de mimbre del Café de France, porque para él mirar la plaza era como “ver la tele”. Ni bien vestido, ni con torpe aliño indumentario; ni hablador, ni callado; ni desapercibido ni protagonista carismático. Nada más ver a Juan acercarse al Café, al que acudía acompañado de sus más próximos, uno de los camareros sacaba un cojín que tenían reservado para él, destinado a acomodar su espalda. Al irse pagaba todas las consumiciones de la mesa, día sí y día también, siempre se ofrecía a pagar él, era complicadísimo evitarlo y la única forma de sortear la disputa era internarse en el Café fingiendo una urgencia y arreglar el pago con el camarero en la barra. Luego, camino de casa, Juan sacaba del bolsillo su colección de duros gordos, esas inmensas monedas de 10 dirhams con las que puedes cegar una acequia, y las iba repartiendo por el camino a las mujeres pobres que suelen pedir en esa zona de Medina, a las que conocía y ayudaba en lo posible. Al cruzarse con familias del barrio saludaba a todos por su nombre y preguntaba a los niños en buen dariya marroquí cómo les iba en el colegio. Era sorprendente ver a muchas personas, sobre todo de edad avanzada, acercarse a Juan e intentar besarle la mano, como gesto de respeto. Para muchísimas personas de Marrakech, Juan era un sabio, y se dirigían a él como tal. Y nunca olvidaron el importante papel que desempeñó para que la UNESCO concediese a la plaza Xemáa-el-Fna el título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, por su cualidad de crisol de historias orales y culturas no escritas.
Juan Goytisolo era en Marrakech una persona completamente distinta de la imagen pública que de él se tenía en España; no faltan personas aquí que tienen todavía una idea errónea, de un Juan duro, bronco, áspero, refractario a su país de origen, soberbio, encastillado en sus lejanías geográficas y culturales, admonitor, severo, implacable. Incluso desde la admiración literaria, al conocerle en Formentor en 2009 yo tenía una imagen similar, que no terminó de disipar nuestra breve conversación. Más tarde entendí el motivo: en Marrakech era una persona diferente por completo, porque en la medina marrakchí era él mismo. Fuera de Marruecos se veía obligado a interpretar un papel público con el que se sentía tan incómodo como con una corbata al cuello. Creo que esa imagen áspera y bravucona, a la que no niego que sus declaraciones contundentes pudieran ayudar, era culpa de su timidez, aunque a muchos pueda sorprender tal cosa. Pero diría que sí, que Juan era un tímido integral y profundo que no gustaba de la prensa, de los focos, de las fotos (no había cosa que más le disgustase que una sesión de posado), y cuando utilizó el periodismo y las cámaras, en reportajes de guerra o en su etapa de Alquibla, lo hizo de modo instrumental: empleó los medios como medio para contar historias a su juicio importantes, no para contarse. Decía lo que pensaba. No era políticamente correcto, no paraba mientes, no calculaba. En ese sentido, Juan era el peor publicista posible de sí mismo, y nunca le importó alimentar a su enemigo con munición a granel.
Ese personaje hosco que aparecía de vez en cuando en las entrevistas de la prensa española no tenía nada que ver con el anciano apacible y entrañable con el que me encontré en innumerables ocasiones y durante cientos de horas en Marrakech. Generoso con quienes no conocía, era manirroto con las personas a las que amaba. Tenía acogida a familia y media en su casa; no quiero entrar en demasiados detalles, pero me gustaría saber cuántas de esas personas que le reprochan a Juan su egocentrismo han pagado durante décadas la alimentación, los estudios privados en buenas universidades y el sustento diario a cinco personas, alojándolas en su propia casa, e intentando proveerles de un futuro y de una seguridad jurídica más allá de su fallecimiento. Daría más detalles, pero Juan estaría incómodo, y haría su característico gesto horizontal con la mano con el que zanjaba una conversación sobre un tema molesto. Su casa era, además, la casa de sus numerosos amigos de tres continentes; su mesa siempre estaba abierta para la conversación con quien quería conversar con él. A veces estaba yo en Marrakech y Juan en España dando entrevistas y yo sentía ese hiato, esa insalvable distancia entre la imagen española de Juan y lo que Juan era en realidad; leía --sigo leyendo hoy mismo, el día de su muerte, en redes sociales-- comentarios inoportunos o desafortunados sobre Juan, y me daba cuenta de hablaban de un Goytisolo que no existía más que en su imaginación, o en la imaginación de unas personas a las que no convenía que Juan adquiriese demasiado predicamento y prestigio, por lo poco “adecuado” de sus ideas sobre tantas cosas.
A veces se lo comenté, pero a él no le importaba en absoluto su imagen exterior. Sabía que debía hacer entrevistas y conferencias y debía aceptar premios porque el sostenimiento de seis personas, dos de ellas estudiando en la universidad, no le dejaba otro remedio, pero era algo que no le producía ningún placer. Sus deseos eran en realidad bastante estoicos y normales: estar en Marrakech o en Tánger, según la época del año, dar un paseo diario de hora y media por la medina, hablar con sus amigos en persona o por teléfono (un fijo antediluviano en el que había que discar circularmente los números), junto a la foto de Monique Lange, a la que tanto y con tanto cariño recordaba; leer, escribir “de todo menos novela”, como él decía, porque ya no tenía la pulsión de narrar historias, investigar el comportamiento sexual de las dos tortugas que habitaban el patio de su riad y, sobre todo, mirar. Mirar interminablemente, no al paisaje, sino a las personas, a la gente, a la calle abigarrada de Tánger, a la plaza atestada de Xemáa-el-Fna, centro de Marrakech y centro de Makbara, centro en realidad de su existencia y de sus preocupaciones vitales e intelectuales. Juan se sentaba en el Café de France y se sentía parte de una masa humana, de un conjunto de vidas en ebullición, y eso era todo lo que necesitaba. Sus ojos claros ardían, intentando abarcar la inmensidad de las maneras del hombre. Juan era un humanista de raíz, radical, convencido, un hombre que de verdad sabía mirar y querer a otras personas sin importarle su raza, su credo, su país o su orientación sexual. No voy a cometer la torpeza de decir que era el último humanista que nos quedaba. Sólo espero que los sobrevivientes se le parezcan en su auténtica hospitalidad respecto a lo mejor de la vida. Alguien dijo, al morir el doctor Johnson: Ha dejado un hueco, que no sólo nada puede llenar, sino que nada muestra tendencia a llenar. Creo que con Juan Goytisolo sucede exactamente lo mismo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario