viernes, 2 de diciembre de 2016

LA DIFERENCIA ENTRE SER CULTO Y SER INTELIGENTE, SEGÚN SAMUEL BECKETT

EL CONFLICTO ENTRE CULTURA E INTELIGENCIA PERSISTE. SIN EMBARGO, LA OBRA Y AUN LA VIDA DE SAMUEL BECKETT PODRÍAN AYUDARNOS A RESOLVERLO
samuel beckett inteligencia vs cultura
“Ser culto” y “ser inteligente” se consideran estados distintos del intelecto. Uno se refiere a la “cultura” que posee una persona y el otro tiene connotaciones un tanto más científicas, como una característica casi fisiológica que puede medirse y cuantificarse.
Así, alguien es culto por los libros que ha leído y recuerda, por la calidad de su vocabulario, por las películas que ha visto e incluso por los viajes que ha realizado. Culto es aquel que se ha cultivado, como un campo, para obtener para sí los mejores frutos de la civilización. Desde una perspectiva en la que se combinan los proyectos más ambiciosos de Occidente —de los valores de la antigüedad clásica al humanismo del Renacimiento, el cristianismo y la Ilustración—, una persona culta también es compasiva, empática, solidaria, amable y quizá hasta sabia. En pocas palabras, hay toda una corriente de pensamiento que ha defendido que el ser humano se vuelve tal sólo gracias a la cultura.

La inteligencia, por otro lado, se ha pensado y estudiado sobre todo como una cualidad inherente al hombre como especie. Nuestra inteligencia es resultado de la evolución y, por lo mismo, todos los individuos la tienen. Desde un punto de vista científico, la inteligencia explica que seamos capaces de leer o ver una película, pero también sumar o restar cantidades, y que podamos manejar un automóvil o atrapar una pelota.
inteligencia vs cultura 7
Curiosamente, por razones que no son del todo claras pero quizá se expliquen por el clasismo de ciertas sociedades, en ciertas circunstancias la cultura y la inteligencia pueden aparecer enfrentadas. Dado que la cultura se convirtió en un bien asociado a las clases privilegiadas —la nobleza o la burguesía, por ejemplo—, también se ha utilizado como una suerte de discriminador, una forma de distinguir entre una persona que tuvo acceso a dicha cultura —a ciertos libros, ciertas escuelas, ciertos viajes— y otra que no. Cuando la cultura se usa de esa manera, es previsible que se convierta en una categoría deleznable.
De ahí que surja entonces el “ser inteligente” como una especie de defensa: quizá no todos seamos cultos, pero indudablemente todos somos inteligentes. Para algunos no tener cultura se compensa con el hecho de, por ejemplo, poder resolver problemas con facilidad, o vivir con sencillez, sin crearse esos laberintos absurdos en los que a veces se mete la gente culta.
Sólo que ninguna categoría es mejor que otra. Desafortunadamente, es cierto que tanto la cultura como la inteligencia están relacionadas con la desigualdad inevitable del sistema de producción hegemónico. La desnutrición, por ejemplo, tiene efectos sobre el desarrollo cognitivo de un niño, y sabemos bien que hay sociedades más desnutridas que otras. Igualmente la cultura, a pesar de todos sus sueños humanistas, se ha convertido en un producto de consumo, lo cual provoca que surja y se destine a personas que puedan adquirirla.
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Quizá por eso hay un punto en el que ser inteligente parezca más atractivo que ser culto. ¿Para qué cultivarse, si la cultura también sirve para humillar y diferenciar? ¿Para qué cultivarse si, con eso, también se alimenta esa maquinaria despiadada de producción-consumo-deshecho? Conflictos en donde la cultura está involucrada y, por eso mismo, no parece probable que sea un camino para solucionarlos.
¿Y la inteligencia? Quizá ahí se encuentren otras posibilidades. A pesar del dicho de Proust —“Cada día atribuyo menos valor a la inteligencia”—, quizá la inteligencia sea ese salvoconducto que nos lleve fuera de las posturas falsas y los simulacros de la cultura contemporánea.
A propósito de este asunto, hace unos días Nicholas Lezard publicó en The Guardian un artículo en que habla de la diferencia entre la inteligencia y la intelectualidad a partir de Esperando a Godot, la célebre pieza de Samuel Beckett. Como sabemos, Esperando a Godot se considera uno de los mejores usos del absurdo dentro de la literatura, una obra revolucionaria tanto estética como culturalmente, pues retrató con frialdad el extremo del nihilismo al que había llegado la civilización europea del siglo XX.
waiting for godot waiting for godot
Lezard recuerda la atracción que de inmediato sintió por Esperando a Godot, un ambiente que a pesar de su parquedad —o quizá debido a esta— de inmediato lo hizo sentir bien recibido, acaso no totalmente cómodo pero sí en un territorio inesperadamente familiar. “Desde la primera página estaba hipnotizado, sorprendido”, escribe Lezard, a quien la extrañeza de los diálogos beckettianos, simples y no tan simples al mismo tiempo, lo condujo a un territorio que imprevisiblemente no era del todo desconocido.
En breve, estaba enganchado. Ahí tenía a un autor que era irreverente, escatólógico y sin embargo profundo; alguien completamente desinteresado en las convenciones de la literatura y sin embargo capaz, justo por medio del lenguaje, de mantener nuestra atención a pesar de que nada esté sucediendo. […] Y conforme descubrí detalles de su vida, primero por la biografía semi-autorizada de Deirdre Bair, me di cuenta de que no sólo su trabajo era ejemplar, sino también su vida. Ahí estaba alguien que se había purgado a sí mismo de vanidad, tanto la suya como la del mundo; un hombre de una integridad intachable, tanto en su obra como en su vida.
Con estos antecedentes, Lezard acepta que Beckett sea considerado un autor “intelectual”; “pero sospecho que es porque muchas personas no conocen la diferencia entre ser inteligente y ser intelectual”. ¿Y cuál es esa diferencia? Dice Lezard:
Más tarde descubrí que Beckett era, de hecho, furiosamente intelectual, pero que había dejado atrás la academia, aborrecido la oscuridad de la jerga y ciertamente no era el tipo de intelectual de posición a quien las televisoras piden su opinión.
Un guiño de inteligencia por parte de Beckett, parece decirnos Lizard. El gesto de tributar la cultura a la autenticidad para aceptar así que, a lo sumo, podremos responder dos o tres preguntas en la vida, poco más o poco menos, y será suficiente, y será más auténtico que todas esas preguntas que dicen responder las personas cultas y los intelectuales.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Enrique Vila-Matas: “El tercer mail que me llegó era de Fidel Castro”


Enrique Vila-Matas
¿Cómo ha cambiado para ti tener un ordenador para escribir? Porque imagino que cuando empezaste lo hacías a mano o a máquina.
Empecé a escribir con una máquina que me prestaron en la revista Fotogramas, que es para donde escribía. Bueno, claro, había escrito primero con la máquina de mi abuelo. El primer artículo que le entregué a la revista ‘Fotogramas’ lo hice en realidad en la casa de mi abuela con una máquina Underworld. Después de ‘Fotogramas’, la máquina de la redacción, y después, cuando fui a Melilla, a un colmado militar en el que por las tardes escribí mi primera novela, fue con una máquina de escribir del economato. Y así hasta el 2000, que me pasé al ordenador.
¿Y has notado un cambio en tu escritura? 
Antes lo hacíamos con la máquina eléctrica y borrábamos con un típex y procurábamos que la página estuviera limpia y, una vez la tenías, costaba mucho volver a hacerla, aunque quisieras quitar tres líneas. Entonces ahora, de repente hay cinco folios que borras de golpe y te quedas tan tranquilo. En cambio antes era dolorosísimo por lo que te costaba de trabajo manual.
Así que es mejor el ordenador.
Me gusta más escribir con ordenador porque tú empiezas la frase y sabes que la puedes borrar. Por ejemplo, ves una idea que es muy atrevida y, sin embargo, tiras hacia delante porque sabes que si has puesto alguna tontería, siempre la podrás borrar, pero primero la pones. Sin embargo antes escribía un poco ligado al contenido para no perder tanto tiempo después para quitar lo que no me convencía.
No querrías volver a la máquina entonces.
Yo ahora no podría volver a la máquina de escribir, sería muy difícil. El estilo también era muy distinto porque era de frases más cortas, más cuidadas. Es algo que noto mucho cuando leo otros libros que están muy bien escritos, por otra parte, porque había controlado mucho las líneas: cada frase la daba por buena y así podía continuar.
Sin embargo, yo no quería tener ordenador. Estaba en contra. En el año 2000 me rodaron en una película que hicieron en la televisión de Barcelona. Me siguieron durante un mes y en una hora unieron todas las salidas que había hecho. Terminaba con el bar Bauma de Barcelona, en la terraza, en la que Ignacio Martínez de Pisón me intentaba convencer de que me pasara al ordenador. Y yo le juraba y perjuraba que no pensaba, para nada, tener ordenador. Y al cabo de quince días entró un ordenador en mi casa y lo miré con rabia. Fue muy gracioso. Me dijeron: “Tienes un e-mail”. Y yo, “¿cómo que tengo un e-mail?”. Entonces al final fui a contestar el mail y vi  que la forma de escribir era más o menos igual y que, por lo tanto, lo del ordenador no era tan terrible como pensaba. Luego, al cabo de poco tiempo, me dijeron: “Tienes otro e-mail”. Y digo, “¿Otro e-mail?, ¡no puede ser!, ¿quién me escribe?, ¡si yo no tenía ordenador!”. Y contesté. Lo gracioso es que el tercer mail que me llegó era de Fidel Castro, porque gané el premio Rómulo Gallegos y, como Castro era amigo de Chávez, desde Cuba me llegó el correo. Seguramente lo escribió la secretaria, claro, pero el hecho es que yo entendí literalmente que era Fidel Castro el que me felicitaba. Así que ahí estuve como una hora contestando, escribiendo una especie de canto a la revolución cubana, víctima de la emoción de haber recibido el mail. Hasta que después fui tachando todo porque me di cuenta de que todo aquello yo ni lo pensaba ni lo sentía. Así que fui borrando y me limité a decir: “Un abrazo fraternal”.
¿Nada más le pusiste al final?
Bueno: “Gracias por la felicitación. Un abrazo fraternal”. Con “fraternal” solucioné todo el asunto. (Risas.)
Así que no vamos a poder leer nunca el canto de Vila-Matas a la revolución cubana porque lo borraste.
Sí, sí, lo borré. Y hace poco cuando lo conté en público en un lugar, alguien registró esto en un twitter diciendo que mi tercer mail lo había enviado Fidel Castro. Y entonces lo leyó Fidel Castro, o en fin,  lo leyeron en Cuba porque Fidel Castro a su vez puso en su twitter que mi tercer mail era suyo. Eso ya es rizar el rizo. Así que ese twitter de Fidel Castro confirma que se dio por enterado. (Risas.) No me invento nada ¿eh?
Bueno, te creo.
Lo puedes buscar y lo ves.
Enrique Vila-Matas
Bueno. Cambiando de tercio, ¿vuelves a tus libros, los relees?
No, en general no, salvo alguna vez que me preguntan algo, sobre todo por las traducciones, por ejemplo. De este, Kassel no invita a la lógica, estoy particularmente tranquilo y contento. Está muy calculado lo que he hecho: la ambigüedad que tiene, el entusiasmo. Pero bueno, la respuesta es no, no releo. Es lógico que no se vuelva atrás, un poco es un camino hacia delante siempre. Tengo presente lo que he hecho y sé lo que hay detrás. Es un poco ridículo si lo piensas ¿no?, eso de leerte a ti mismo.
¿Pero te da miedo hacerlo?
No, bueno, no me da miedo. Una vez leí un fragmento en Le Monde, de estos que separan de un texto general, y dije, ¡uy, qué bueno, me gusta muchísimo! Y resulta que era mío. Ahí descubrí que mi traductor al francés, André Gabastou, es buenísimo.
A partir del año 2000 empiezas a teorizar sobre tu proceso creativo. ¿Fue natural o tuvo que ver con que a partir de entonces te empezaron a pedir conferencias, etc., sobre tu concepción de la literatura?
Hubo un momento clave que recuerdo mucho: me encargaron para Santander una intervención en la que explicara cómo había escrito Bartleby y compañía, porque había mezclado ficción con narrativa. Entonces escribí un texto y me di cuenta de que no sabía cómo lo había hecho y por lo tanto tenía que hacer otro texto para explicar otra cosa. Ahí puse en marcha la máquina teórica y eso es un momento muy bueno porque es cuando realmente empiezo a entrar en un proceso de proyectos y, de repente, la obra se expande mucho cuando empiezo a darme cuenta de que puedo hablar sobre lo que hago.
Lo más interesante de Borges, más que las narraciones, es que él cuenta cómo hace aquello. Cuando yo descubrí un poco el interés de lo teórico, de explicar, de proponer teorías y todo este aspecto, fue algo muy importante para mí porque ahí se corta la obra, digamos, y salgo del embudo en el que me había metido con la narración únicamente, porque al principio, la pulsión que yo tenía de ser escritor me llevaba a buscar historias en todo lo que me ocurría para poder contarlas. Cuando me doy cuenta de que no hace falta contar sólo historias, que puedo también utilizar el ensayo y el pensamiento, todo mejora. Se me abre un panorama mejor que, realmente, viene de Bartleby y compañía, por el simple hecho de que todo el libro podía haber sido un libro de ensayo sobre los que no escriben y, sin embargo, con la idea de que lo publicara Anagrama en la colección de Narrativa,  le incorporo una trama muy débil, pálida, de un hombre que no sale nunca de su casa, que es un Bartleby. Eso me lleva a descubrir todo este panorama de la mezcla de ficción, narrativa y ensayo que poco a poco se ha ido a algo más amplio.
Era un poco obsesiva esa necesidad que yo tenía de contar historias. Es que contaba historias de todo porque yo quería ser como un escritor, entonces, todo lo que me pasaba yo lo quería escribir, lo literaturizaba para poder demostrarme a mí mismo que yo sabía contar historias. Luego resulta que me di cuenta de que en realidad no me pasaba nada, que simplemente era una obsesión que tenía por la necesidad que tenía de reafirmarme como escritor.
Enrique Vila-Matas
Cuando sí te pasó algo de verdad, que significó un ruptura, fue precisamente aquí, en Buenos Aires, pero en el 2006. De ahí sí que se podría sacar una historia, ¿no?
También lo he literaturizado un poco pero sí, estuve mal. Hubo un cambio, sobre todo porque ahí dejé de beber. A la salida de lo que ocurrió, me serené un poco, por eso hay una interrupción entre una cosa y la otra. Después de eso, volví hace cuatro años a Buenos Aires y me pusieron en el mismo hotel de Recoleta en el que me habían colocado cuando estuve tan mal.
¡No!, ¿qué hotel era?
Uno que da al cementerio.
¡Vaya! 
Yo reconocí perfectamente el hotel y entonces llamé a un amigo y le dije que, además, esa vez, la habitación daba al cementerio.  Y esta persona me dijo, “Bueno, ¡menos mal que la otra vez no daba!” (Reímos.)
Ahora cuando vine aquí pensé que me iban a colocar en el mismo hotel por tercera vez. También me preguntaba en Barcelona si tenía que arriesgarme a venir a Buenos Airesporque era el lugar donde me había pasado aquello. Vale que ya vine una vez, pero si insistía, pues ya eran ganas y todas estas cosas, pero bueno, nada, aquí estoy (Volvemos a reír.)
¿Y qué me dices de Robert Walser?, ¿hace poco que te encontraste con él en Barcelona, no?
Lo pasé muy bien porque estaba esperando en un banco sentado sabiendo que en unos minutos aparecería la comitiva: Robert Walser seguido de ocho o diez personas que asistían al paseo. Pero yo no tenía previsto qué le tenía que decir a él, entonces, cuando apareció, me levanté y le saludé y entonces, sin haber preparado nada, le hablé realmente como le hablaría a alguien que fuera Walser. Le mostré mi móvil y le dije: “Mira, Robert”. Y le enseñé una foto de París, de unos jeroglíficos egipcios que hay en la Plaza de la Concordia. Entonces vi que Robert Walser se quedaba mudo, mirando, y claro, yo no me daba cuenta de que lo que realmente miraba era el móvil. A partir de ahí le conté mi visita al manicomio en el que había estado encerrado él tantos años y cómo yo había intentado ingresar al lugar, que es cierto, y cómo el director se negó rotundamente a ingresarme. Yo quería entrar porque quería terminar la novela El doctor Pasavento, saber cómo continuaba pero desde el manicomio. Pero bueno, el doctor no me dejó y tuve que marcharme de allí. Esto le conté yo a Robert Walser. También recuerdo mucho que cada vez se acercaba más la comitiva para saber de qué hablábamos, así que íbamos caminando por el Poble Nou de Barcelona, con mucha gente que participaba sin darse cuenta en la obra de teatro, formando parte del teatro de la vida. Como experiencia fue muy buena.
Un punto positivo para la idea de Marc Caellas, entonces.
Marc Caellas ha dicho que yo acepté hacerlo para poder contarlo a los amigos después. No fue ese el motivo: yo lo hice porque no quería decirle que no a Marc Caellas. Pero en fin, también es cierto que lo hice para poder sorprender a personas que conozco, para poder tener esta conversación:
-¿Qué tal, de dónde vienes?
-De hacer teatro en la calle.
En ese caso todo el mundo tendría que pararse para decir, “¿cómo?” (Reímos.)
En mi blog ha entrado mucha gente para ver en qué consiste esto y creo que es bonito que a la gente le interesen cosas así.
Hubo algunos momentos memorables como, por ejemplo, cuando se paró en una perfumería de la rambla de Poble Nou y señaló con su paraguas un anuncio que había de depilación femenina. Y se ve que, como era el tercer día que representábamos esto, las de la peluquería estaban hartas de que se parara ahí Robert Walser. Así que fue la señora de la peluquería y cambió el cartel.
¿En serio?
Sí. Algo así como un “vete pa’allá, Robert Walser” (Carcajadas.)
Fue un momento perfecto porque claro, la señora de la peluquería participaba en la obra de teatro.
Sin saberlo.
Sí.
Enrique Vila-Matas
Hablemos un poco de Barcelona. A pesar de que la bronca por el turismo lleva un tiempo instalada, parece que ahora las protestas son más fuertes al respecto. ¿Por qué este cambio?
Bueno, se ve que se han dado cuenta de que es espantoso. Yo ahora vivo en una zona de Barcelona en la que busqué precisamente que no hubiera ni rastro de turismo. Creo que resulta insoportable por la propia actitud que tienen los turistas en Barcelona, que no la tienen en París o en Londres. Por algo será. Es difícil de parar porque hay muchos intereses económicos. Pero bueno, yo ya estuve contra las Olimpiadas y en El País me decían ¿pero qué te pasa? Y bueno, lo que significaron las Olimpiadas fue un cambio en la ciudad en este sentido.
Una de las ironías que hay es que cuando viajo, voy a algún sitio y digo que soy de Barcelona la gente dice, “oh, Barcelona es el no va más”, y unas sonrisas, porque se ve que todo el mundo ha sido feliz en Barcelona. Me pasó incluso en un hotel de Nueva York, fashion total, en el sentido en que yo entré con complejo de provinciano porque había en recepción dos negras altísimas, modelos, que te recibían, y yo me sentía como un catalán que llegaba allí con el pasaporte y, en cuanto vieron que yo era de Barcelona, mostraron un entusiasmo… que para mí era al revés, claro, porque era yo el que estaba en Nueva York.
También hay una imagen en tu novela en la que sales de tu casa todos los 11 de septiembre, el día de Catalunya.
Sí, van dos años seguidos que se da esa circunstancia. La primera vez fue a Kassel y la segunda a Berlín. La policía me miraba con cara de sorpresa como preguntándose quién es este que se va a de la ciudad el 11 de septiembre.
¿Pero te daban ganas de quedarte o de irte?
Bueno, ya que me habían invitado a Alemania, me fui a Alemania. Este año me fui por mi cuenta, a Montpellier (Francia), a probar el TGV (tren de alta velocidad) que va a París y me bajé en esa ciudad, que no conocía casi.
Bueno, por mí, suficiente.
Bueno, ahora viene un amigo mío, un crítico chileno, Rodrigo Pinto, que sale en El mal de Montano,y su mujer.