domingo, 20 de noviembre de 2016

De la vida dañada a la contrarrevolución* César Rendueles


Un día de 1968 Terence Stamp llega al chalet familiar de un industrial milanés. No le dice a nadie su nombre. Es sencillamente "el visitante". Tiene veinticinco años y es arrebatadoramente guapo. El visitante es silencioso y tranquilo, pero logra transformar la vida de aquella familia fanáticamente normal. Folla con la madre, una mujer reprimida, encadenada por las convenciones de la respetabilidad. Folla con la hija, extremadamente tímida. Folla con el hijo, folla con la criada, folla con el padre. Como si fuera uno de esos ángeles de Rilke, les muestra la fragilidad de su realidad construida y les obliga a asomarse al vértigo de su afuera. Cuando se marcha, todo salta por los aires. Los miembros de la familia tienen que afrontar la pobreza de las experiencias y de los deseos anteriores a la llegada del visitante. La madre se dedica al sexo casual con distintos jóvenes. El padre colectiviza la fábrica, entregándosela a los trabajadores y se lanza desnudo al desierto. El hijo se hace artista, la hija queda catatónica... La criada, una mujer de origen campesino, tiene una iluminación mística y se convierte en santa.
Teorema es una novela y una película llena de ira y de compasión en la que, a finales de los años sesenta, Pasolini volcó su odio hacia las formas de vida burguesas. Diez años antes, había elegido el camino contrario. En sus dos primeras novelas Chicos del arroyo (1955) y Una vida violenta (1959) trató de reflejar de forma empática la vida de los subproletarios que, procedentes del sur de Italia, vivían segregados en los arrabales de las grandes ciudades industriales. Según Pasolini la vida de aquellas personas no sólo era digna de compasión, sino que constituía un valioso vivero de formas de vida alternativas procedentes del pasado del que se podían nutrir los proyectos de emancipación política anticapitalistas.
Su "cultura", tan profundamente diferente que creaba incluso una "raza", proporcionaba al subproletariado romano una moral y una filosofía de clase "dominada" que la clase "dominante" se contentaba con "dominar" parcialmente, sin preocuparse de evangelizarla, es decir, de obligarla a asumir su propia ideología (en este caso un repugnante catolicismo puramente formal). Abandonada durante siglos a sí misma, es decir, a su propia inmovilidad, aquella cultura había elaborado valores y modelos de comportamiento absolutos. Como en todas las culturas populares, los "hijos" recreaban a los "padres": ocupaban su lugar, repitiéndolo (...). Y sin embargo, había una continua regeneración. Basta observar su lengua (que ahora ya no existe): se inventaba continuamente, aunque los modelos léxico y gramaticales fueran siempre los mismos. En el cinturón de barrios periféricos, que constituía la metrópolis plebeya, no había un solo instante de la jornada en el que no se oyese en las calles o en los descampados una "invención" lingüística. Señal de que se trataba de una "cultura" viva.[1]
Pasolini creía que aquellos marginados del incipiente Estado de bienestar habían logrado preservar una inmensa potencia política capaz de desafiar la cultura capitalista. Creía que había un terreno de confluencia entre el cambio político emancipatorio y ese espacio antropológicamente conservador y socialmente denso. No era una propuesta nostálgica o reaccionaria. Más bien, Pasolini pensaba que desde la vida de las clases populares se podía iniciar una experimentación social que engranara con el comunismo, la democracia, la cultura erudita, el cristianismo herético y la contracultura. Sólo en ese crisol de contradicciones desgarradoras se podían generar experiencias intensificadas que superaran las mortajas espirituales burguesas. En Who is Me, un largo poema autobiográfico de 1966, lo explicaba así:
Y hoy os diré que no
sólo hay que comprometerse escribiendo
sino viviendo:
hay que resistir con el escándalo
y con la rabia, más que nunca
(ingenuos como bestias) en el matadero,
enajenados como víctimas,
precisamente:
hay que clamar más fuerte que nunca el desprecio
contra la burguesía,
gritar contra su vulgaridad,
escupir contra la irrealidad que ha elegido
como única realidad,
no ceder ni en un acto
ni en una palabra
en el odio absoluto contra sus policías,
sus jueces, su televisión y sus periódicos:
y aquí yo, pequeñoburgués
que lo dramatiza todo,
tan bien educado
por una madre de dulce y tímida alma
(...) de moral campesina
quisiera hacer un elogio de la inmundicia,
la miseria la droga y el suicidio:
yo, poeta marxista privilegiado,
que posee instrumentos
y armas ideológicas para combatir
y suficiente moralidad
para condenar el puro acto de escándalo.
yo, hondamente respetable,
pronuncio este elogio,
porque la droga, el asco, la rabia y el suicidio
son, junto con la religión,
la única esperanza que queda:
contestación pura y acción,
con la que se mide la enorme sinrazón del mundo.[2]
Ya a mediados de los años sesenta Pasolini se da cuenta de que su populismo contracultural es un proyecto fracasado. Con el desarrollismo de la década de los sesenta, al menos en Italia, la materia prima social del cambio político terminó por desaparecer. Se había consumado un genocidio cultural. Los personajes subproletarios de sus dos primeras novelas se habían extinguido para ser reemplazados por imitaciones grotescas de la burguesía. En los años sesenta, los jóvenes de los arrabales eran "tristes, neuróticos, indecisos, llenos de ansiedad pequeñoburguesa: se avergüenzan de ser proletarios: intentan parecerse a los "pijos", a los "hijos de papá". Sí: estamos asistiendo al desquite y al triunfo de los "hijos de papá": son ellos quienes encarnan hoy el modelo a seguir. Para Pasolini la causa de esa transformación, de ese genocidio, era evidente: "el consumismo ha destruido cínicamente un mundo "real" transformándolo en una irrealidad total, en la que no hay elección posible entre el bien y el mal". [3]
Por eso cuando en los años sesenta el Estado de bienestar basado en la paz social entre la burguesía y las clases trabajadoras adictas al consumo se enfrentó a límites económicos, sociales y organizativos, el neoliberalismo tenía una oferta que mucha gente no estaba dispuesta a rechazar. Así fue como ocurrió algo absurdo. Desde 1973 millones de personas de clase trabajadora -primero en Inglaterra y Estados Unidos, luego en el resto del mundo- comenzaron a apoyar proyectos de sumisión a las élites económicas que atentaban contra sus intereses materiales más inmediatos. El consumismo borró de la memoria colectiva las consecuencias que había tenido el capitalismo desbocado, la miseria y las decenas de millones de muertos que dejó a su paso.
Porque la globalización neoliberal consistió, básicamente, en un retorno al capitalismo clásico, a una supuesta edad dorada de mercado libre, a los viejos buenos tiempos manchesterianos: Bussiness as usual tras el paréntesis keynesiano. Fue entonces cuando empezamos a desear con todas nuestras fuerzas parecernos a los ricos. Fue entonces cuando vestir, comer, viajar o hablar como un idiota con la billetera llena dejó de ser algo ridículo y se convirtió en nuestro ideal de vida. Fue entonces cuando pertenecer a la clase trabajadora comenzó a ser motivo de vergüenza.
Pero hubo alternativas. Las revueltas de 1968 anunciaron una reactivación de la lucha de clases en todo el mundo. En Chile, México, Francia, Italia, Egipto, Portugal o Argentina las clases populares trataron de avanzar en una dirección muy diferente a la que finalmente se impuso. Como recordaba el historiados David Harvey, en Suecia el plan Rehn-Meidner de los años sesenta proponía, literalmente, comprar de manera paulatina a los dueños de las empresas su participación en sus propios negocios y convertir el país en una democracia de trabajadores. El liberalismo venció en esa batalla global, sí, pero podría no haberlo hecho.
A menudo Pasolini explicó la posición de los subproletarios romanos en términos de segregación racial. Su situación, pensaba, era en todo análoga a la de los afrodescendientes norteamericanos. Así que, poco sorprendentemente, a medida que la subclase italiana iba siendo asimilada a través del consumismo, Pasolini comenzó a viajar por África. Era un momento en el que allí despertaban iniciativas políticas que aspiraban a desbordar el legado de servidumbre capitalista que había dejado el imperialismo sin convertirse en satélites soviéticos. El neoliberalismo fue también una respuesta a esa efervescencia popular.
En otras palabras, en África Pasolini no buscaba un pasado perdido, sino un futuro político.
Un futuro que nunca llegó a ser.
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[1] P. P. Pasolini, "Mi Accatone en televisión después del genocidio", publicado el 8 de octubre de 1975 en Il Corriere della Sera. Recogida en Cartas luteranas, trad. Josep Torrell, Antonio Giménez y Juan Ramón Capella, Madrid, Trotta, 1007.
[2] P.P. Pasolini, Who is Me. Poeta de las cenizas, trad. Marcelo Tombetta, DVD, Barcelona, 1992, p. 47.
[3] P.P. Pasolini, "Dos modestas proposiciones para eliminar la criminalidad en Italia", publicado el 18 de octubre de 1975 en Il Corriere della Sera. En Cartas luteranas, op. cit., p. 131.

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