lunes, 12 de septiembre de 2016

Mirar a la Medusa de frente, Claudio Magris



Emily Brontë escribió una desgarradora obra maestra del desagrado, antipática y poéticamente irresistible, Cumbres borrascosas. La desagradable violencia de la vida, brutal abuso de los fuertes, la ciega potencia de la pasión indiferente a todo sentimiento de humanidad, la cruel e insensible aniquilación de los débiles -en otras palabras, la amoralidad de la vida, absolutamente ajena al bien y al mal- se narran con una estremecedora imparcialidad épica, que es el sello de los grandes narradores. Tal objetividad tiene también una importante función moral, porque saca a la luz la crueldad y la injusticia, inexorablemente victoriosas, mucho más de cuanto podría hacerlo una apasionada y explícita denuncia. Son las mujeres, sobre todo -piénsese por ejemplo en la Autobiografía de mi madre, de Jamaica Kincaid-, quienes expresan, en virtud de la sombra en la que han vivido, el malestar de la existencia.
Como todos los grandes libros, Cumbres borrascosas obliga al lector a regresar a la ingenuidad de la adolescencia, a desear el castigo de Heathcliff, el endiablado protagonista. De vez en cuando, uno se siente violentamente tentado a apartar el libro que nos hace ver que el sol brilla indiferente sobre justos y pecadores, sobre verdugos igual que sobre las víctimas de Auschwitz, y que los débiles humillados y ultrajados perecen sin dejar huella y perdiendo en ocasiones hasta la dignidad. Pero no es posible dejar de leer ese gran libro hasta el final, aunque al cerrado no se pueda evitar sentir el alivio de volver a historias y pensamientos menos turbadores [...].
Es difícil ser un escritor realmente desagradable. Muchos lo intentan y lo ostentan, incluso por justa reacción a tanto consuelo a buen precio que se ofrece continuamente, pero terminan por revelarse como buenos chicos, ansiosos por mostrarse provocadores, irritantes y rebeldes, pero irremediablemente buenos y acomodados.
Desde que Gide dijo que con los buenos sentimientos no se hace literatura, numerosos escritores se esfuerzan en escandalizar exhibiendo sentimientos que se pretenden inaceptables, festejando transgresiones pecaminosas, enfatizando en sus páginas brutalidad y violencia, desobedeciendo normas y prohibiciones. El mal parece seducir más que el bien, del mismo modo que resulta más halagador fanfarronear por las malas notas en conducta de la escuela. Pero el mal, exaltado por varios escritores, a los que les gustaría ser inmorales, es con frecuencia inocuo como el griterío en la escuela, es decir, no es el mal en absoluto. Si se quiere ensalzar el mal -mejor aún, con la retórica de las mayúsculas tan apreciada por las banalidades iconoclasta, el Mal- hay que tener el valor de aprobar la bomba atómica de Hiroshima sin tener en cuenta sus víctimas, el valor de admirar a los traficantes de armas que desencadenan guerras y masacres sólo por sus beneficios económicos, de alabar el linchamiento de un desgraciado cuyo color de piel es distinto y de apreciar las represiones de los falsos moralistas puritanos, porque también ellos, como instrumentos de abuso y violencia, son el mal. Si, por el contrario, se condenan todas estas cosas, significa que se respetan unas determinadas jerarquías de valores y sentimientos morales -lo que honra a quien los profesa y los experimenta-, pero es necesario, por eso precisamente, saber que no se forma parte de los diabólicos apóstoles de la transgresión y del mal, sino de los moralistas y de las personas de buenos sentimientos.
Muchos libros ostentosamente profanadores no consiguen ser de verdad desagradables -irritar, ofender, empujar, desgarrar- porque su provocación es la máscara, demasiado transparente, de sentimientos noblemente humanos y las faltas de control exhibidas son sólo simpáticas e inofensivas licencias goliardescas. Todo esto es motivo de orgullo para la humanidad de sus autores, porque es algo bueno que no haya muchas personas semejantes a Mengele o a los mafiosos que asesinan frente a los niños. Muchas veces, la literatura explicítamente transgresora está animada, muy en el fondo, por sentimientos tan buenos como para no poder enfrentarse con lo despiadado y lo cruel, tan frecuentes y tan frecuentemente triunfantes en la existencia. Leer a Genet no es irritante, porque las vicisitudes de sus vagabundos, aunque sórdidas e ilícitas, están rodeadas por un pathossentimental que, a parte de la incisiva fuerza poética, no es menos cálido, a su manera, que el de Sin familia o de otras novelas conmovedoras de siglo XIX, y transmite un sentimiento de piedad y humanidad que resulta siempre "bueno" y consolador, un sentimiento que, intencionadamente, falta en Cumbres borrascosas, y que por ello es un libro mucho más terrible.
Esa terribilidad extremadamente desagradable es una defensa de lo humano, porque mirar a la Medusa de frente es la única posibilidad de presentar resistencia.
Claudio Magris
Como un puñetazo
Corriere della Sera, 22 de agosto de 1998
Alfabeto

No hay comentarios:

Publicar un comentario