jueves, 21 de julio de 2016

Tarkovski: breves sueños premonitorios


El cineasta ruso Andréi Tarkovski 


Alguien que colaboró alguna vez con él, pero no lo quiso mucho, dijo que sus películas eran «una búsqueda agonizante de algo inexpresable e incoherente, como los bramidos». Y, sin embargo, nada más lejos que el cine demorado de Tarkovski de las urgencias de un relato, digamos, expresionista. Más bien, la cámara del director ruso va penetrando en la realidad como si del tacto de un ciego se tratase. Apretando tenuemente pero con extrema precisión y constancia hasta que se destila la pulpa que allí se escondía. La palabra es drenaje.
De esta acción esencial que condensa la poética de Tarkovski dan cuenta ya las narraciones y escritos de juventud que la editorial Abada ha publicado. «Se paraba -escribe en un texto que bien pudiera ser autobiográfico- y, con los ojos desencajados, intentaba extraerlos del bosque del resto de pensamientos, completamente impenetrables, que le impedían alcanzar algo esencial».
Drenaje, pues, e intento de absorción de todo aquello que en ese momento y por ese gesto emerge y fluye, se desvanece, puede incluso desaparecer: «En otro tiempo -escribe en el texto titulado «Felicidad»- los objetos a su alrededor suscitaban en él un sinfín de asociaciones e imágenes. Pero nunca sus pensamientos habían escapado a su control de una manera tan irremediable. Todos corrían en el mismo sentido, en dirección a un punto que desde hacía tiempo ya no era simplemente un punto de su conciencia. Se henchía, se agrandaba, tratando de absorber el flujo de sus pensamientos e ideas».¿Por qué la vida aspira, tan tenaz, a la destrucción? Esta podría ser la pregunta tarkovskiana, y también entonces en su cine veríamos la respuesta: porque está en su ser… dejar de ser. Con los ojos atónitos de asombro y pena y simpatía, identificándose y hasta mimetizándose con ella, Tarkovski la recoge en este movimiento que es un pozo y un vórtice y con la palma de la mano nos la enseña. Unas gotas se escurren entonces entre los dedos y allí, condensada como en una lágrima perezosa, la vida pasa a formar pequeños mundos completos y fascinantes que conviene proteger, o al menos cantar, mientras dure el tránsito. Diríamos que su cine conforma una elegía. Por eso es poético. Poético en el sentido -inconveniente- que le atribuyó Platón precisamente a los poetas: usar la herramienta más preciada, el logos, para tratar de contener las cosas que las apariencias pierden, lo que no merece la pena, nuestra pena.

«No me liberaré»

Obviamente, no piensa lo mismo Tarkovski, que ha hecho de esta sinrazón vital su profesión, y su razón misma de ser. «Necesito escribir algo al respecto, de lo contrario no me liberaré», se dice en «Carta sin destinatario». Tarkovski maneja en su prosa, desde luego, una tensión atmosférica y una gravedad en las situaciones tan sólo sugeridas que luego su cine heredará.

Como dice en la introducción José Manuel Mouriño (el editor de los textos, junto con el hijo del cineasta), aquí ya aparecen las cosas del mismo modo que lo harán en sus fotogramas: «En calidad de atmósferas, sensaciones, situaciones que conducen a una imagen, imágenes que llaman a uno desde un fondo… Estos escritos narran su obra futura como si se tratara de breves sueños premonitorios». Pero es que, aunque sólo fuese por dos textos que aquí aparecen, «La primera nevada» y «Vivo con tu fotografía», este libro ya merecería, efectivamente, la pena. El primero es un relato, claramente autobiográfico -en un estilo como entre Jack London y Conrad-, de las vivencias de Tarkovski cuando formó parte de un equipo geológico en Siberia.

Camino equivocado

Como un lector insomne, el narrador dispara sus visiones a partir del contacto intenso con la tierra, igual que Pushkin -se nos dice- hacía. La tierra aparece en calidad de gran vivero de la palabra y del recuerdo: «Con los ojos clavados en el suelo, sembrado de hojas muertas, recorría los bosque de Bóldino, murmurando palabras que nacían de sus remembranzas. Y luego, al llegar a casa, las volcaba en el papel».
El narrador sabe, pues, que el texto es como un río o un torrente, siempre en expansión, y que ha de reunir todos esos trozos sueltos, esos palos y hojas, nieves y líquidos a la deriva para tratar de hacer con esas impresiones y sentidos un sentido, al borde siempre de lo ilusorio y lo irreal, de lo fabulado y legendario.
En Siberia, Tarkovski encuentra su mirada, y también su voz: se ha situado en una posición extrema de lo que significa leer un territorio, ha aprendido que para él leer esa experiencia y poder después rememorarla no es sólo una práctica, sino una forma de vida. Y, asimismo, que si bien la mirada busca la realidad, tal vez sólo a través de los sueños encuentre su modo de interpretarla: «En un día de buen tiempo el valle del Yeniséi es más bello que interesante; para conocer el lugar no basta con admirar desde la cubierta del barco ambos lados, tratando de abarcarlo todo de un vistazo, sino que hay que sentirlo con la piel, recorrer mirando debajo de tus pies el terreno pantanoso y satinado que lleva a la orilla».
Esta ya es, como ahora sabemos, la forma de filmar característica del ruso: «Para apreciar estos parajes es importante impregnarse de ellos físicamente, recorrer unos veinticinco kilómetros por un camino equivocado, empaparse, pasar hambre, cansarse como un perro, despellejarse los talones por los peales mal envueltos alrededor de los pies, caminar por la orilla al lado de un fragmento de hielo portador del rastro naranja de polen arrastrado por la lluvia y en cuya cavidad crece una azucena mojada, moteada de violeta oscuro».
A menudo, como decimos, la mirada se vuelve visión, o ensueño visionario, tremendamente hermoso, sutil y de una concentración absolutamente particularizada, de una especificidad o materialidad nunca abstracta, como sólo Tarkovski sabía: «La tierra humea y, en el lindero del camino, en una charca seca cubierta de barro viscoso y relumbrante, se empujan las mariposas blancas. Son muchas y se pasean con aire diligente, mientras mueven las antenas». En pasajes como este comprobamos que el visionario, tal como señaló Ricardo Piglia, es el que lee para saber cómo vivir. Y esto es algo que ya el narrador de «Carta sin destinatario» había notado: «¡Demonios! Qué bella es la tierra y, en ella, qué pesar se siente a veces en el alma».

Extrema soledad

«Vivo con tu fotografía» es un texto impresionante y capital para entender a Tarkovski. Allí lo vemos recuperando de la casa familiar viejas fotografías en las que aparecen su madre y su hermana, él de pequeño y a veces su padre, el poeta Arseni Tarkovski. Todo El espejo está ya en esta escena de rememoración y, aún más, de recreación de un paraíso perdido. La vida no se detiene, constata Tarkovski, por eso, como en un gesto de amor algo desesperado, en ese momento de extrema soledad del sujeto ante las fotografías, trata de encontrar el secreto que aquella frágil felicidad escondía.
Esto sólo se puede hacer en la máxima intimidad y aislamiento. El texto trata entonces sobre la representación y la ausencia, pero con mayor énfasis sobre la percepción solitaria de alguien que es y ya no es el retratado. Trata sobre la lectura y la percepción solitaria, casi huérfana, ante la presencia delegada de lo que se ha perdido. «Me dirijo a casa de mi madre, a la que no veo desde hace un siglo y que ha envejecido tan vertiginosamente que no me doy cuenta del tiempo: el tiempo que un hombre debe percibir y controlar si no quiere que su vida pase volando de una forma injusta e impetuosa».
¿Por qué l
Se diría que Tarkovski vuelve a su idea matriz de la imaginación, pues lo que emerge, por medio de esta descripción de instantes fotográficos, es, en cierta forma, algo que todavía existe, algo salvado que reposa, en otra escala, en otro tiempo sin tiempo, un tiempo nítido y lejano talmente como un sueño. La foto, efectivamente, brilla, por muy gastada que esté. Brilla porque representa todo lo que se ha perdido y por eso es un objeto precioso, y la caja de donde fue capturada, todo un tesoro, cuya riqueza preserva de la incuria del tiempo: la vida no se detiene, ciertamente, pero el sujeto que la lee lo que busca es el encuentro de otra realidad que no sigue su curso, lo que, aun siendo real, permanece resguardado en otra dimensión de la temporalidad.
Todo queda en suspenso en la quietud de esa contemplación casi sagrada, cual si la vida se hubiese detenido. En ese repliegue de aislamiento el sujeto se demora y pierde felizmente en la red de los signos o de los presagios. Cada gesto es un acontecimiento, cada imagen es una cifra de la vida, condensa una experiencia y la hace posible. Por eso se narran estas fotos, y luego se harán películas, no tanto para recordar, cuanto para hacer de nuevo ver y vivir los gestos, las conexiones, los lugares, la disposición de los cuerpos. Tarkovski encarna, en este sentido, la figura ideal del narrador de Benjamin, lo que transmite como experiencia es su propia vida.

Algún mañana

No obstante, si hay redención y felicidad futura -preocupación constante de Tarkovski, como sabemos-, esta ha de transitar necesariamente en medio de estas fuerzas destructivas que emergen del devenir y la fugacidad. El sujeto vidente permanece, por tanto, en el umbral de una experiencia que es al tiempo espacial e interior, una experiencia suspendida y oscilante entre la vista y la visión, entre la memoria y la sensación, entre la noción y el presentimiento.
Como exiliado en el cruce problemático e intenso que se da entre la posibilidad y la pérdida, entre la elegía y el himno de lo incumplido y la espera de la eterna repetición del origen. Ahí es donde lo real se ve contaminado por la ficción o lo imaginado o recreado. Sólo ahí es posible la construcción de un universo y un refugio frente a la hostilidad del tiempo del mundo. En medio de un mundo sin tiempo, a la vez paisaje inmemorial o archipasado y en vísperas de algún mañana de sagrada eternidad.

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