domingo, 10 de abril de 2016

La imagen cautiva - Trabajo reciente de Victoria Civera / Luis Francisco Pérez



De las dos ocasiones en las que fui a ver la muestra de Victoria Civera, en la Galería Moisés Pérez de Albéniz en Madrid, fue en el transcurso de la segunda cuando, finalmente, pude encontrar la muy subjetiva evocación que me sugería una de las obras más impactantes de la exposición, la titulada “Boreal”, que a su vez es el título de toda la exposición.
Al contemplar esta pintura surgió, nítido, el descomunal lienzo “La música” de Matisse, perteneciente y expuesta en el Hermitage de San Petersburgo. La misma “estética de lo cegador”. La misma extraña, quieta y silenciosa turbulencia, las mismas franjas verdes y turquesas que enmarcan y expanden la solitaria figura, que si bien en la pintura de Matisse son cinco, en ambas obras asistimos a una aporía de la percepción, pues en “Boreal” sucede lo mismo que en “La música”: si se intenta contemplar la figura por ella misma resulta difícil, debido a la brutal significación del color en las franjas, y, a la inversa, tampoco resulta fácil asimilar la entera superficie de un solo golpe ocular, debido a las mismas vibraciones ópticas producidas por el color dado a la figura, muy similar la gama cromática en ésta con el opresivo fondo/paisaje que la rodea, anulándose mutuamente, figura y escenario, en un crescendo de energías hasta que nuestra visión termina un tanto cegada por el exceso.
Esta plusvalía de reconocimiento o esta doble estructura de significación, de alguna manera fue la causante de la apreciación –sin duda “direccionada”, bien en el acierto o su contrario– de la totalidad de la muestra, en la cual, sin duda, se manifiestan no pocas sorpresas, tanto formales, como de concepto y representación, con respecto a obras y períodos anteriores. Si bien, es importante reseñarlo desde buen principio, las hipotéticas “sorpresas” no corresponderían tanto a una plausible idea de “novedad”, sino a la introducción u “aparición”, de pequeños destellos de alteración sintáctica o ligeras transgresiones de significado, o puntuales citas –y sobre todo auto citas– procedentes desde un exterior admirativo o desde la propia biografía artística de la autora.
La naturaleza ha estado presente en el trabajo de Victoria Civera y casi siempre enfrentada o tensionada, con un universo que calificaría más de “reconocible” que de simplemente figurativo. Cualidad ésta que quizás esté aún más presente en sus instalaciones y esculturas, dominadas por una abstracción considerable, a duras penas mitigada por una consideración “doméstica” de esa misma abstracción. Por tanto la figura estaría, en efecto, “desfigurada”, o intencionadamente debilitada, para mejor reflejar la tensión entre naturaleza y representación, los dos ejes principales en los que ha basculado siempre la obra de esta artista.
Ciertamente, en esta muestra sigue vigente y activa esta estructura que, insisto, viene de antiguo, aunque también es verdad que en “Boreal” está presente una cierta exacerbación o saturación de la naturaleza "pictórica" de filiación y escuela septentrionales, marcadas y definidas por los muchos meses del año, sobre todo en invierno, que la artista pasa en la localidad cántabra y pasiega de Saro. Expresado de otra manera: en “Boreal” se manifiesta un concreto “signo icónico” que nos sitúa en una determinada corriente de la pintura que, para entendernos y salvando todas las distancias culturales que queramos, bien se puede considerar es la misma de la estudiada y analizada por Robert Rosemblum en el ensayo publicado en Alianza La pintura moderna y la tradición del romanticismo nórdico. Es significativo que en una entrevista que le hicieron a la autora con motivo de la muestra, declarara al respecto que “después de una gran nevada en Saro, y aún emocionada, salimos en coche detrás de esa extraña luz que se tornaba azul y llegamos a lo alto de las montañas” (1). Es necesario dejar claro que no es que Victoria Civera haya decidido con estas obras rendir homenaje a Caspar David Friedrich (y si se piensa tampoco es mala opinión este referente histórico), pero sin duda, su “romanticismo septentrional” posee cualidades, rasgos y aproximaciones, lo suficientemente personales (e incluso “nacionales”) como para no ubicar de una manera excesiva e insistente sus últimas pinturas en este concreto “sentir”. Llegados a este punto conviene recordar que esta reflexión inició haciendo referencia a un artista tan alejado de estos parámetros de representación como Matisse en su obra “La música”.

En la muestra llama la atención el singular tratamiento pictórico de “lo dramático” que la artista ha sabido reflejar con la suficiente inteligencia como para que no resulte fácil al espectador desentrañar estas personales tentativas dramáticas y la relación que establecen, en el plano pictórico, con las leyes de la naturaleza expuestas en tanto acción creativa. Al respecto, me arriesgaría a hablar de una dialéctica expresiva entre forma y contenido. Como si la forma fuera por ella misma un destilado del segundo. Con la paradoja añadida de que ese contenido se muestra como naturaleza irreconocible, de una abstracción radical y la forma de las desdibujadas e inquietantes figuras que intentamos reconocer, ejercieran la función no menos problemática de “testigos de cargo” de una naturaleza implacable en su ausencia. Sin embargo, también es una metáfora que podría expresar la solidez y durabilidad de la forma y, a la vez, su origen en el ámbito del contenido. O lo que es lo mismo, su capacidad de enunciación. Porque lo que se enuncia en la obra es algo dramático, acentuado por una utilización del color que no pretende seducir como se dice “a la primera”, pero que al desarrollar una dialéctica entre forma y contenido se diría que quiere reclamar a “lo dramático” el cumplimiento de determinadas leyes, como si se tratara de una representación teatral y se acercara a lo que Aristóteles en su Poética insistía en que toda tragedia era un conjunto de fábulas. En efecto, podría decirse que todas las obras expuestas son rigurosas “fábulas” pictóricas, tan misteriosas como para ver en ellas desde enunciados simbolistas y crípticos hasta elementos estructuradores de sentido. De ahí que estas no-telas (2)  tampoco renuncien a una productiva (y sobre todo discursiva) retórica de la pintura.
Nos podríamos preguntar, entonces: ¿Cuál es el “decir” de la pintura y cómo ese decir puede acercar o alejar el “sentir” hacia ella la figura del espectador? Es innegable que, en el arte, no hay una única idea del “compromiso” que pueda validar el respeto del artista con quien contempla su obra.
Algo similar se pregunta la filósofa argentina Nelly Schnaith (3) en su ensayo “Paradojas de la representación” cuando plantea lo siguiente: “¿Cómo se mezclan en la representación la inteligibilidad y lo que excede, amenaza o socava, esa inteligibilidad? ¿Cómo se filtra en el trabajo de ordenación del código la obra perturbadora del deseo?” (4). Es posible que en la obra de Victoria Civera –tanto en la actual, pero también en gran parte de la pasada– la respuesta vendría dada por la presencia, no explícita y misteriosa, de que en el lenguaje pictórico siempre hay algo de un no-lenguaje. Una articulación, en definitiva, que no está ni sistematizada ni regulada en los significantes que la pintura misma ofrece como posibilidad abierta, más que certezas absolutas. En estas obras uno termina por entender que han sido creadas a partir de ese no-lenguaje que, silenciosa y obscuramente, la pintura incorpora en el idioma de la representación. Sobre este asunto podemos apoyarnos en un ensayo de Lyotard, titulado “Discurso, Figura” (5), en el que afirma que discurso es toda comunicación que esté estructurada a partir de un código y figura es lo que dibuja la interferencia del deseo inconsciente en las conexiones reguladas de los discursos.
En estos trabajos de Victoria Civera el discurso es, paradójicamente, lo abstracto de la representación, la naturaleza y sus leyes, lo artístico y su retórica. Y la figura es siempre lo que altera el fluir narrativo de ese código, e incluso lo que queda fuera del conocimiento y la reflexión, aunque ejerza de testigo de cargo. Ello nos lleva de nuevo a contemplar una interferencia entre significados o a una tensión entre naturaleza y representación, como ya hemos apuntado.
Siempre he sentido emoción al leer una entrada que aparece en los Diarios secretos de Wittgenstein. De una manera muy prosaica dice de manera muy escueta: “Una imagen nos tuvo cautivos” (6). El filósofo no explica qué imagen es la que les tuvo prisioneros, y quizás en ello radique el misterio que suscita; lo cierto es que habla como si se refiriera a una de esas ventanas ideadas por Giotto, tan defendidas y alabadas por Alberti.
En “Boreal” hay muchas imágenes que me mantuvieron cautivo. Desconozco cuánto tiempo duró o durará ese cautiverio. El mejor arte anula el tiempo transcurrido durante su observación. Las cinco figuras solitarias de la obra de Matisse tampoco saben nada acerca del tiempo que llevan ahí tocando música, quizás lo han hecho eternamente.
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Notas
(1)       Suplemento El Cultural del 22/01/2016.
(2)       Algunas están pintadas sobre metal “porque su piel reflejaba la luz que quería utilizar y transformar con la pintura”, ibíd.
(3)       Esta pensadora vive en Barcelona desde hace muchos años.
(4)       Nelly Schnaith, Paradojas de la representación, Edit. Café Central, 1999.
(5)       Jean-François Lyotard, Discurso Figura, Edit. La Cebra, 2014.

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