sábado, 24 de octubre de 2015

Mario Vargas Llosa: “Llego a los 80 en un estado maravilloso”







Este es Mario Vargas Llosa de cuerpo entero, el escritor de ficciones y el hombre. En marzo cumple 80 años; su vida personal ha conocido una transformación radical, que incluye una nueva relación sentimental que ha dado más que hablar de lo que él hubiera imaginado nunca, y ahora anuncia su editorial, Alfaguara, que cuando el Nobel de Literatura peruano cumpla aquella edad saldrá a la calle en todo el mundo de habla española su último libro, la novelaCinco esquinas. En esa obra, como en Conversación en La Catedral o en La ciudad y los perros, Vargas Llosa regresa a su tierra, Perú, el fundamento de su narrativa y el gran pesar y el gran gozo de su corazón y de su memoria. Esta entrevista versa sobre los temas capitales de su escritura, para qué le ha servido y le sirve escribir, y sobre aspectos actuales de su vida personal. Se la concedió a EL PAÍS, el periódico en el que colabora desde hace años, el pasado domingo a mediodía en el apartamento en el que vive en Nueva York, donde da clases en la Universidad de Princeton. Antes y después de la conversación, que aquí se transcribe tal como fue y enteramente, el personaje y la persona se juntan en un ejercicio extraordinario de memoria, de pequeños detalles, de historias que describe, oralmente, con la precisión que luego se conoce por la extrema eficacia narrativa, descriptiva, que hay en su obra completa. Por eso la primera pregunta va sobre su memoria.
PREGUNTA. ¿De dónde le viene esa capacidad para recordar tantas cosas?
Respuesta.No creas, recuerdo las cosas que tienen que ver con mi trabajo, las muy personales o familiares, y olvido muchísimas más de las que recuerdo, a todos nos pasa. Sí, me he dado cuenta de que recuerdo bastantes imágenes, episodios que se convierten luego en materia prima para mi trabajo.
P. ¿Cómo funciona eso?
R.De una manera totalmente inconsciente. Como todo el mundo, vivo toda clase de experiencias, pero hay algunas que la imaginación rescata, preserva, y de pronto de esas imágenes empieza a surgir una especie de fantaseo, pero sin yo darme cuenta. Hasta que de pronto me doy cuenta de que he estado trabajando inconscientemente en alguna pequeña historia, muy embrión de historia, a partir de algún hecho vivido, oído o leído. Siempre me ha parecido muy misterioso ese comienzo de todas las cosas que he escrito, por qué ciertos hechos tienen esa facultad de encender la imaginación, poner en movimiento la fantasía. Seguramente es porque esas experiencias tocan algún centro vital muy importante, pero que está hundido en el subconsciente. Nunca he sabido exactamente por qué ciertas experiencias tienen esa facultad y por qué tantísimas otras no.
P. ¿Qué centro vital cree que es ese?
R.No sé, probablemente si lo supiera el mecanismo no funcionaría con esa naturalidad. Tiene que ver con algunos hechos clave que constituyen la personalidad, la fuente de lo que es la psicología de un personaje. Lo que sé es que siempre ha ocurrido así, siempre es algo vivido el punto de partida de la fantasía, de la imaginación que está detrás de las novelas, de las historias. De las obras de teatro también. Creo que no de los ensayos; los ensayos son mucho más racionados, eliges los temas sobre los que quieres escribir, pero en el caso de la ficción no eliges, los hechos eligen a la persona y le empujan en determinada dirección. Aunque a partir de entonces empieces a trabajar con una gran libertad, creo que el punto de partida no es libre, es algo que la realidad impone a través de la experiencia vivida.
P. En su caso, la realidad tiene que ver muchas veces con su propia juventud o infancia, pero también con la realidad peruana.
R.Sí, sí, los años de formación de la personalidad son los años de la juventud, esos yo los viví en Perú y son los que más me han marcado. Mis primeros 10 años los pasé en Bolivia, una época que yo recuerdo como totalmente feliz, y jamás se me ocurriría contar una historia inspirada en unos hechos de esos años, tal vez porque fui feliz, porque viví sin ningún tipo de traumas. Creo que las experiencias traumáticas son mucho más fecundas para un escritor, por lo menos para un escritor moderno, que las experiencias felices. Las experiencias que para mí son más fecundas desde el punto de vista literario tienen que ver con conflictos, traumas, con momentos difíciles, con algún tipo de frustración o desgarramiento; o también de gran exaltación. No son hechos convencionales, esos hechos que no dejan mayor huella en la memoria; son hechos más bien conflictivos y muchas veces traumáticos.
P. ¿Ese es el caso de Cinco esquinas?
R.El caso de Cinco esquinas es muy interesante; a diferencia de otras historias, no tengo muy claro cómo se fue insinuando en mí la idea de esa novela. Comenzó con una imagen más bien erótica de dos señoras amigas que de pronto una noche, de una manera impensada para ambas, viven una situación erótica. Como era una imagen que me perseguía, empecé a escribirla, y ese fue el punto de partida. Luego se fue convirtiendo en una historia policial, casi en un thriller, y elthriller se fue transformando en una especie de mural de la sociedad peruana en los últimos meses o semanas de la dictadura de Fujimori y Montesinos, en un momento en que el sistema que habían construido comenzaba a descalabrarse por todas partes. Y en medio de una gran violencia, una violencia múltiple por el terrorismo; también por la violencia de la represión policial y militar y el gran desconcierto, desánimo psicológico y político colectivo e individual que vivía Perú. Y eso es lo que ha resultado. Cinco Esquinas fue un barrio importante de Lima; en él estaban las principales embajadas, la de Francia, Gran Bretaña y EE UU; un barrio que en la colonia había tenido una gran vitalidad, quizá las principales iglesias coloniales de Lima están en Cinco Esquinas. Luego decayó brutalmente, aunque a comienzos del siglo XX tuvo una especie de apogeo de otra índole porque se convirtió en el barrio del criollismo, de la música peruana, de los grandes guitarristas… Después continuó su decadencia hasta convertirse en un barrio muy peligroso, con mucho comercio de narcotraficantes y mucha delincuencia pública. Tanto que la última vez que estuve en Lima fui dos o tres veces a caminar por el barrio y a plena luz del día me advirtieron que no debía ir por allí porque era muy peligroso, porque podía ser asaltado, y que ahí solo estaban seguros los del barrio. Me pareció que en todo eso había como un símbolo de la sociedad y de la problemática peruana y me gustó la idea de que la historia se llamase Cinco esquinas como un barrio que de alguna manera es emblemático de Lima, de Perú y también de la época en la que está situada la historia.
R.No, no, las experiencias básicas, que son las de la formación de la personalidad, las viví en Perú. Conocí Perú cuando ya tenía 10 años; antes había vivido en Bolivia y siempre con la idea de que Perú era mi país, mi patria. Y regresé a un país en el que en Piura me consideraban un extranjero porque hablaba como un chico boliviano y los compañeros de colegio se burlaban de mí, decían que hablaba como los serranitos.P. Perú nunca se disuelve en usted.
P. Quienes han leído Cinco esquinas dicen que tiene una fuerte carga erótica y también…
R.¡Pues sí, sí! Una de las caras de la historia es una relación erótica muy fuerte que seguramente es como un refugio. Cuando no puedes escapar de la realidad por otros medios, el erotismo es una manera de escapar de la realidad, de no vivir la realidad que rechazas. Pero si hay un tema en Cinco esquinas que permea, que impregna toda la historia, es el periodismo, el periodismo amarillo. Fue un caso muy interesante porque la dictadura de Fujimori, sobre todo con Montesinos, el hombre fuerte de la dictadura, utilizó el periodismo amarillo, el periodismo de escándalo, como un arma política para desprestigiar y aniquilar moralmente a todos sus adversarios. Él contrataba periodistas, pagaba órganos de prensa para que aniquilaran moralmente a los adversarios y críticos. Esto ensució terriblemente el periodismo, le dio al periodismo una dimensión canalla, vil. En ninguna de las experiencias dictatoriales que ha vivido Perú el periodismo se había convertido en un instrumento tan eficaz para acallar y liquidar a la oposición sin hacer política aparentemente, simplemente descubriendo que los opositores eran escandalosos, ladrones, pervertidos… En fin, toda una serie de calumnias viles impregnaba a quien se atrevía a enfrentar y criticar al régimen. Ese es uno de los temas centrales de la historia. Al mismo tiempo también está la otra cara, cómo el periodismo, que puede ser algo vil y sucio, puede convertirse de pronto en un instrumento de liberación, de defensa moral y cívica de una sociedad. Esas dos caras del periodismo, que no solo aparecen en Perú, sino en todos los países y sociedades del mundo, son uno de los temas centrales deCinco esquinas.
P. Usted sufre ahora el embate del periodismo canalla.
R.De la chismografía periodística, sí, sí.
P. ¿Cómo se siente al respecto?
R.Sabía que con esta nueva relación habría cierta repercusión de tipo periodístico, pero nunca en la vida imaginé que tendría esa repercusión continental, que hubiera semejante especulación periodística en torno. Tanto para Isabel [Preysler] como para mí ha sido muy, muy pesada en estos últimos meses. Bueno, es una realidad de nuestro tiempo, me ha permitido conocer un poco mejor un oficio que es el mío también. El periodismo ha sido central en mi vida, ha sido compañero de mi vocación literaria desde que era prácticamente un niño, porque empecé a hacer periodismo cuando estaba todavía en el colegio y nunca he dejado de hacerlo hasta hoy. Claro, yo he conocido sobre todo la mejor cara del periodismo. Ahora me ha tocado vivir la peor y comprobar que el periodismo como espectáculo no solo está presente en el periodismo especializado en el escándalo, en la chismografía, sino que el periodismo más serio se contamina también por esa necesidad contemporánea de que el periodismo sea entretenido, divertido; que la misión primera ya no sea informar, sino entretener a los lectores, oyentes o espectadores. Creo que es una realidad de nuestro tiempo. Y sin darme cuenta esto ha ido impregnando mucho la historia que escribí, nunca había pensado que fuera una historia sobre el periodismo ni sobre esta deriva del periodismo moderno.
R.Por la realidad vivida, sí, sí. No solamente en los aspectos negativos, también en aspectos positivos de la experiencia que he vivido, aspectos sumamente exaltantes, rejuvenecedores, desde luego.P. El libro ha sido impregnado por la realidad que a usted mismo le ha ido sucediendo.
P. ¿Le ha herido todo esto?
R.¡No, herido no! Me ha sorprendido mucho y me he visto muy desconcertado con esa trasgresión de la privacidad. Me mandaron los recortes de una revista en la que me habían fotografiado cortándome el pelo en una peluquería, saliendo de este edificio al ir a caminar por las mañanas. ¡Jamás descubrí que había un fotógrafo! Salgo a las seis de la mañana, y a esas horas ya había un fotógrafo que luego se metió en la peluquería donde me estaba cortando el pelo. Es sorprendente esa rama de periodismo que prácticamente nada tiene que ver con el periodismo de información, de comentario, el periodismo que tiene la vocación de defender o criticar ciertas cosas. No, no. Se trata de entrar a la privacidad por esa curiosidad malsana que la privacidad de las personas despierta en muchísima gente, y quizá en toda la gente, desde la más culta hasta la más inculta.
P. Una privacidad de toda su familia.
R.Han seguido absolutamente a toda la familia, todo el mundo ha tenido que pagar un poco cosas que hacía yo. Lo siento muchísimo, pero no había manera de evitarlo, y creo que en la vida presente no hay manera de evitarlo. Una de las características de la vida presente es que la privacidad ha desaparecido, ya no existe, hay una tecnología capaz de transgredir la privacidad a todos los niveles. Esto tiene efectos económicos, políticos, culturales, pero una de las consecuencias es que lo que entendíamos por privacidad, pura y simplemente, ya no existe.
P. En cierto modo le ha venido al encuentro lo mismo que usted anunciaba en su libro La civilización del espectáculo.
R.¡Bueno, pues me tocó vivirla! Es un libro que escribí porque realmente creo que es un problema de nuestro tiempo, y de pronto ciertas circunstancias de mi vida privada han hecho que viviera desde dentro, desde el corazón mismo, La civilización del espectáculo.
R.Sí, mucho. Escribir es un refugio extraordinario para encontrar la paz, la calma en momentos de gran desasosiego, de incertidumbre. Sí, escribir, encerrarme en el mundo que estoy tratando de inventar me arranca de la problemática personal y me hace vivir la fantasía. Mientras estoy escribiendo me siento invulnerable; cuando dejo escribir, las cosas cambian [risas]. Lo que no quisiera es darte una idea falsa y decirte que esta época para mí ha sido desastrosa. Por una parte ha sido muy complicada y muy difícil por muchísimas razones, pero por otra ha sido una época maravillosa de mi vida y quisiera que quedara muy claro. Nunca he tenido la exaltación, el entusiasmo, las ilusiones que tengo hoy día a una edad en la que generalmente ya no hay tantos entusiasmos [risas].P. ¿Le sirven los libros, la escritura, para ponerle serenidad a momentos así?
P. Decía que a esta edad querría estar con un gran danés e invernar.
R.¡Quién iba a decir que iba a estar viviendo una gran pasión y organizando mi vida como si fuera a vivir eternamente!
P. A lo mejor vive eternamente escribiendo.
R.[Risas]. ¡Ojalá!
P. ¿Cómo le ha dejado la escritura de Cinco esquinas?
R.Como todos los libros que he escrito, salvo quizá La casa verde,donde creo que hay un engolosinamiento exagerado con la prosa, con el medio, con el instrumento. En todos mis libros la prosa ha tratado de ser funcional, estar al servicio de una historia y no la historia al servicio de una demostración de tipo retórico. No. Salvo en La casa verde, quizá ahí sí se pueda decir que la historia sirve tanto a la forma como la forma a la historia. En Cinco esquinas, como en las novelas anteriores, la prosa trata de ser invisible, de desaparecer detrás de la historia que cuenta para que sea la historia la que parezca vivir por sí misma. El método flaubertiano, que ha sido siempre el mío. Pero tenía un problema que resolver: la diversidad que tiene la sociedad peruana; los peruanos de una clase social encumbrada, los de clase media y los de un medio popular no hablan exactamente de la misma manera, hay muchas diferencias y modismos. Hay una naturaleza del lenguaje que expresa clarísimamente esa situación social, económica o cultural, es algo que he tenido muy presente y al mismo tiempo he evitado mucho serfolclórico, que la manera de hablar fuera al final más importante que el propio personaje, que se luciera ya desprendida del propio personaje. No, es algo con lo que siempre estuve en contra y creo que mi generación ha sido una generación de escritores que reaccionó muchísimo contra eso, la explotación del color local, contra esa especie de estriptís lingüístico que hacía toda la literatura criollista, localista. Ha sido un trabajo del lenguaje para que fuera lo más invisible posible, pero que al mismo tiempo sirviera mucho para mostrar las diferencias sociales, económicas y culturales de una sociedad tan compleja y diversa como la peruana.
P. La gente puede tener la tentación de pensar que esa excursión erótica que constituye también la novela es una novedad. Evidentemente, no lo es, porque están Los cuadernos de don RigobertoElogio de la madrastra, Las aventuras de la niña mala
R.Carmen Balcells, pobre, una amiga tan querida, fue una de las primeras en leer Cinco esquinas en manuscrito y me preguntó: “¿Las escenas eróticas las has escrito recientemente o las has escrito antes de…?” [risas]. Le dije que esa era una pregunta insolente que no le iba a responder. [Risas].
P. Ni ahora tampoco.
R.[Risas]. No, tampoco.
R.Cuando estaba en segundo o tercer año de universidad trabajé como ayudante de bibliotecario en el Club Nacional, el club de la oligarquía peruana en esa época, y allí descubrí el erotismo literario en su rama francesa. Lo leí porque había una colección maravillosa de literatura erótica francesa. En algún momento, un bibliotecario había adquirido entre otras cosas toda la colección de los maestros del amor, que dirigió Apollinaire, prologada por él, con muchos libros anotados por él. En esa época, igual que los grandes maestros del erotismo del siglo XVIII, yo llegué a creer que el erotismo era la fuerza revolucionaria principal de una cultura, de una época, y que a través del erotismo se podía transformar una sociedad tan profundamente como con una revolución política. Era una gran ingenuidad, pero siempre he creído que el erotismo de alguna manera expresa profundamente las limitaciones, las libertades, las represiones que vive una sociedad. Sí, el erotismo ha estado muy presente dentro de lo que es una literatura que ha tenido mucha fascinación siempre por lo que es la lucha contra las represiones, los prejuicios, contra esa deformación del ser humano por razones religiosas o ideológicas. Sí creo que la libertad se expresa también en la cama, que la cama es donde se manifiesta el grado de libertad que existe, igual que el grado de represión, de limitación de los instintos, de los deseos que expresa toda una sociedad.P. Pero es cierto que siempre tuvo el erotismo como una línea. La niña mala, por ejemplo.
P. Va a cumplir 80 años.
R.No me lo recuerdes, por favor. ¡Si eres mi amigo, no sé por qué me lo recuerdas! [risas].
P. Sí es interesante constatar que no ha dejado de trabajar nunca.
R.¡Ni voy a parar, ni voy a parar!
P. ¿Recuerda que haya habido algún momento de bajón en su vida, una interrupción?
R.Sí, ha habido momentos de gran depresión que he superado rápidamente y en gran parte gracias a mi vocación. Mi vocación es la gran defensa que yo he tenido contra la desmoralización, la depresión. Hace poco he visto en Nueva York la magnífica exposición sobre Hemingway. Es impresionante comprobar cómo por un lado existe la cara pública de este personaje, un aventurero, boxeaba, cazaba, pescaba, corría toda clase de riesgos, daba la impresión de ser un hombre que vivía la vida en toda su riqueza. Y en realidad te das cuenta de que era una fachada, que detrás de eso había un hombre desgarrado, con depresiones, desmoralizaciones, que buscaba en el alcohol una especie de salvación que no conseguía, que la lucha contra la impotencia, contra la falta de memoria, fue un drama de los últimos 10 años de su vida y que, al final, acaba matándose derrotado por esos demonios de los que nunca pudo liberarse. En un momento dado, la literatura ya no le sirve, ya no lo defiende, ya no lo redime. Yo espero que en mi caso nunca llegue ese momento. Al mismo tiempo uno tiene que aceptar la muerte, no tiene sentido rebelarse contra lo irremediable, pero es muy importante llegar vivo hasta el final, no morirse en vida, es el espectáculo más triste que puede dar un ser humano, perder las ilusiones, convertirse en un ser pasivo. Hay muchísimos casos y no solo de escritores, pero es el espectáculo que siempre me ha parecido más lamentable. A mí me gustaría llegar vivo hasta el final. Recuerdo la madrugada en la que me dijeron que me habían dado el Premio Nobel de Literatura porque inmediatamente pensé: “No voy a dejar que este premio me convierta en una estatua, en una especie de figura de cartón piedra, voy a seguir vivo hasta el final actuando y escribiendo con la misma libertad con la que escribía antes de recibirlo”. Existe la idea de que el Premio Nobel te convierte en una estatua y de que te mueres en vida, ¡pues no!, no ha ocurrido y espero que no ocurra. Y espero que la muerte llegue como una especie de accidente…
P. Como decía Alberti, mientras está conversando.
R.Eso es. Me parece la forma ideal de morir, con una vida que hasta el final haya sido una vida intensa, espléndida.
P. En 1990 tuvo un incidente público importante, perdió las elecciones en Perú. Entonces hizo unas declaraciones en la revista Paris Review que siempre me llamaron la atención: “Me niego a admitir la posibilidad de que ya he dejado atrás mis mejores años y no lo admitiré ni aunque me viera enfrentado a las evidencias”. El periodista luego le pregunta por qué escribe y usted contesta: “Escribo porque soy desdichado. Escribo porque es una manera de combatir la desdicha”.
R.Es una gran injusticia decir que soy desdichado, la vida ha sido muy generosa conmigo, me ha dado cosas maravillosas como, por ejemplo, poder dedicarme a escribir, poder dedicar mi vida a lo que me gusta, lo mejor que le puede pasar a una persona. He tenido muchísimas experiencias maravillosas. No soy desdichado, lo que ocurre es que nadie que no sea un tonto es feliz siempre, es imposible ser feliz siempre, pero creo que he vivido más momentos de felicidad que momentos de dolor y de sufrimiento, sin ninguna duda. Creo que estoy llegando a los 80 años en un estado realmente maravilloso de vida, de vitalidad, abierto al mundo, viviendo experiencias riquísimas que me rejuvenecen y que, sobre todo, me dan una gran fuerza para hacer proyectos como si no hubiera límites. Es lo mejor que le puede ocurrir a una persona.
R.Quizá puedo vivir ahora más aventuras con la imaginación, con la fantasía que en la realidad. Tengo ciertas limitaciones que impone la edad, pero la verdad es que, a pesar de ello, procuro también no quedarme inmóvil ni intelectual ni físicamente, es importante moverse, siempre me estoy moviendo y voy a seguir moviéndome mientras pueda.P. A medida que ha pasado el tiempo, sus libros han ido siendo más luminosos y más aventureros, tanto los de ficción como los de no ficción.
P. Quería decir que en La ciudad y los perros, en La casa verde y sobre todo en Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa analiza o mira la realidad con cierta melancolía, como se dice al principio de Conversación en La Catedral. Y en esos libros hay como una lucha del autor por narrar por qué no le gusta la realidad que ve. Sin embargo, luego ha estado en la Amazonía, en Congo, ha buscado a Paul Gauguin, ha buscado en la aventura de otros también la aventura propia.
R.Sí, eso es muy exacto, he buscado en la aventura de otros la aventura propia, experiencias que desde luego me hubiera gustado vivir. Muchos de los personajes históricos que aparecen en mis novelas son personajes que de alguna manera me habría gustado encarnar, no solo buenos, sino malos personajes también en lo que representa vivir un poco en los límites, más allá de los límites, rompiendo los límites. Es un tipo de personaje que siempre me ha fascinado en la literatura y desde luego en mis propios personajes hay un eco de esa actitud. Pero la gran aventura de mi vida ha sido la literatura, sin ninguna duda, no solo lo que he escrito, sino lo que he leído. La lectura, experiencia fundamental para mí, me ha hecho vivir de una manera maravillosa, y por eso veo con cierta angustia la posibilidad de que la lectura pudiera ir, no desapareciendo, pero sí empobreciéndose cada vez más, llegando a menos gente. La lectura ha sido una fuente tan rica de goce, de placer, justamente de vivir las vidas intensas de la aventura, que se cegaría una fuente fundamental de la vida si la lectura pasara a ser en el futuro una actividad de minorías, de catacumbas.
P. Aquellos libros primitivos tan densos y preocupados por la realidad, sobre todo Conversación en La CatedralLa casa verde o La ciudad y los perros, ¿cómo le dejaron como ser humano?, ¿cómo le hicieron como persona?
R.Son libros que me hicieron madurar mucho, entender mejor el mundo en el que vivía. Esa es una de las funciones que tiene la literatura; la que escribes y la que lees te sitúa mucho mejor en el mundo, no digo que te dé seguridades porque a veces te da muchas incertidumbres, pero creo que entiendo mucho mejor el mundo gracias a aquello que he leído y a aquello que he escrito que antes de que leyera o escribiera ciertas cosas. Te da una cierta perspectiva sobre la realidad, sobre la experiencia humana; también sobre la vida política y la sociedad que no necesariamente se traduce en conformismo, pero sí en una comprensión mayor, más cabal. Y quizá una menor intransigencia que la que tienes cuando eres joven frente a esa cosa compleja, diversa, que son las relaciones humanas. Espero que también se haya reflejado en lo que escribo, es desde luego una actitud mía frente a la vida, soy menos intolerante que cuando era joven, quizá porque veo que las cosas son menos terribles desde el punto de vista social y político en mi propio país, en América Latina, de lo que eran cuando yo era joven. Cuando era joven tenía la sensación de que no había salida y esa desesperación está muy presente en La ciudad y los perros; quizá en Conversación en La Catedral también hay un pesimismo muy profundo que ya no tengo ahora. Cuando salí de Perú, en 1958, sí lo tenía, quería escapar como de una especie de cárcel perpetua de la que si no salía, jamás iba a ser un escritor, jamás iba a tener la posibilidad de la felicidad. Esa actitud no la tengo ahora, ha habido y hay un progreso en Perú y en América Latina, estamos muy lejos de alcanzar lo ideal, por supuesto, pero sin ninguna duda ha habido un progreso, y creo que en el mundo también.
P. En El pez en el agua se advierte esa melancolía cuya escritura coincide con el momento en el que intentas ir a Perú y sin embargo…
R.…porque El pez en el agua es un libro testimonio de un fracaso. Hubo una oportunidad, una movilización de muchísima gente para hacer un gran esfuerzo de modernización del país, y fracasamos. Fracasamos en una campaña electoral, pero eso no quiere decir nada, a la larga Perú ha avanzado. Muchas de las ideas que defendimos quienes nos embarcamos en esa aventura del Movimiento Libertad y el Frente Democrático han prosperado, si no exactamente como nosotros lo proyectamos, sí poco a poco, han ido siendo aceptadas por la propia sociedad, la sociedad se ha movido en esa dirección y ha habido progresos indiscutibles, en Perú se vive mucho mejor hoy que en la época de la dictadura. Lo que ocurre en Perú ocurre en la mayor parte de los países de América Latina, sin engañarse respecto a los enormes problemas, pero es preferible tener Gobiernos democráticos, aunque sean corruptos, que dictaduras, que son también siempre corruptas y además más brutales y sanguinarias. Es preferible ir avanzando poco a poco y renunciar a la idea de la utopía social si la utopía social solo nos ha traído guerras civiles, represiones brutales y Gobiernos dictatoriales. En todos esos sentidos hay un progreso en América Latina y en el mundo, aunque han surgido enormes desafíos, enormes problemas. Eso es la vida, la vida va a ser siempre eso y no va a cambiar. Y tenemos también la literatura, que creo que es la mejor manera de mantener viva la esperanza, el espíritu crítico, y un refugio maravilloso para cuando nos sentimos solos, deprimidos, desmoralizados, derrotados. La literatura nos redime, nos salva. Hay que defenderla para que no desaparezca.
R. Es una más de las cosas que yo le debo a Flaubert, el haber demostrado que si no tenías un talento natural, que si no nacías genio, podías llegar a ser un buen escritor a base de perseverancia, de terquedad y de esfuerzo. Es la gran lección de Madame Bovary, una novela escrita por un hombre que al mismo tiempo que escribe va conquistando y construyendo milímetro a milímetro su genio, con un esfuerzo gigantesco a base de voluntad, de terquedad, de trabajo. Esa es la gran enseñanza. Era un gran pesimista, un escéptico terrible, pero nos demostró que el genio se podía construir si no lo tenías. Una lección absolutamente fundamental para mí.P. En muchos textos suyos se advierte una actitud bastante flaubertiana, referida a su falta de talento, según usted, que ha tenido que luchar para hacer…
P. Lo cierto es que los primeros libros grandes también parecen un ejercicio de estilo para demostrarse a usted mismo que lo puede hacer.
R.Un esfuerzo enorme. Siempre tengo la idea de la novela total, la novela como una obra de arte en la que la cantidad es un factor esencial de la calidad, y que mientras más niveles de realidad se expresan en una novela, mayor es la posibilidad de que la novela sea mejor. Sí, he trabajado muchísimo y creo que está muy presente a lo largo de todo lo que he escrito, pero en literatura no hay reglas fijas y las excepciones son tan importantes como las reglas. Puede haber una pequeña obra que simplemente muestre un fragmento mínimo de realidad y que la muestre con tanto talento, con tanta belleza e intensidad que esa obra sea una gran obra. La metamorfosis es un libro absolutamente genial, o El viejo y el mar, y son pequeñas historias, pero que tienen esa capacidad de simbolizar la condición humana, aquello que de mejor hay en el ser humano. O también lo peor. Sí creo que la novela total es un ideal, pero de ninguna manera el único ideal en literatura, hay pequeñas obras maestras que lo son.
P. ¿De veras a estas alturas sigue creyendo que no tiene talento?
R.No tengo talento natural, me cuesta trabajo escribir, cada vez me cuesta más, supongo que porque el sentido autocrítico se ha agudizado con los años y la práctica, pero me cuesta un trabajo enorme. El practicar tantos años la literatura no me ha dado más facilidad, más seguridad, en absoluto; cuando comienzo una historia tengo la misma inseguridad, esa especie de indefensión que sentía cuando escribía mis primeros textos. Eso no ha cambiado, felizmente, porque creo que ese esfuerzo te exige una convicción, una pasión que ojalá nunca se me acabe. Para mí nunca ha sido algo mecánico escribir, ni siquiera un texto pequeño ni los artículos que escribo, siempre me vuelco de una manera íntegra, total, en lo que trabajo.
P. En algunas de sus declaraciones y en textos escritos por usted hay una competencia entre dos grandes libros suyos,Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo. A veces parece que entre los libros suyos que no quemaría estaría Conversación en La catedral y otras vecesLa guerra del fin del mundo.
R.Son de los que más trabajo me ha costado escribir, muy difíciles de escribir por distintas razones, por la historia, por dónde estaban situadas, por el contenido histórico, me han costado un esfuerzo enorme. Es muy difícil para un escritor decir qué libro de los suyos salvaría porque todos han representado un periodo de vida, de dedicación, de entrega y de ilusiones, es como pedirle a alguien que elija entre sus hijos a quién salvaría o mataría. No puedes decidirlo con objetividad, es imposible; cuando cito esos libros es simplemente por el esfuerzo que me costaron y el tiempo que les dediqué, lo que no quiere decir que sean los mejores que he escrito, no necesariamente.
P. ¿Sería legítimo pensar que el tiempo tanto como la realidad han afectado a esos libros?
R.Cuando sale, Conversación en La Catedral tiene muy pocos lectores, es la realidad; algunos críticos lo elogian, pero muchos no, piensan que es excesivamente oscuro, difícil, que plantea demasiado esfuerzo al lector. Sin embargo, la alegría que a mí me ha dado es que ha sido un libro que ha ido conquistando lectores poco a poco y que es una novela que está viva porque siempre se reedita, incluso los críticos tienen ya una opinión favorable. Me alegro mucho, sin ninguna duda es uno de los libros que más trabajo me costó escribir y en el que estuve trabajando al principio como a ciegas, sin saber cómo iba a poder integrar toda esa materia anecdótica que tenía. Por eso digo que si tengo que quedarme con uno, quizá me quedaría con él.
P. Podríamos pensar que es un libro heredero de ese momento literario que hay alrededor de su escritura.
R.Seguramente, los libros te reflejan también la época en que se escriben. Hay un momento de idolatrías en América Latina, la de los escritores latinoamericanos con las formas, precisamente para distinguirse de los escritores anteriores que desdeñaban tanto la forma y pensaban que era el tema lo que determinaba el éxito o fracaso de una historia. Mi generación descubre que no, que es la forma lo que determina el éxito o fracaso de una historia. Ese engolosinamiento con la forma, con el lenguaje, con la estructura, la organización del tiempo de una historia, se refleja mucho en La casa verde. De ninguna manera rechazo esa novela, pero es una novela en la que creo que la forma es un personaje, un tema de la historia, y es el único caso entre todas las cosas que he escrito del que se pueda decir eso.
R.No sé si es mía, ojalá lo fuera, me parece muy bonita, es la pura verdad. Creo que uno no sale indemne de una novela. Leer El Quijote, Los miserables, Guerra y paz, Madame Bovary te transforma… Han sido experiencias absolutamente fundamentales. Antes seguramente haber leído La condición humana, de Malraux, un libro que creo está muy injustamente descuidado, considerado más bien menor, creo que es una de las grandes novelas del siglo XX, la he leído varias veces. Y no solo novelas, he leído libros de crítica; ensayos como La estación de Finlandia, de Edmund Wilson, lo he leído dos o tres veces y creo que me ha marcado enormemente por la extraordinaria vitalidad que tiene. Es un ensayo sobre cómo nace la idea socialista, en qué se transforma, qué fenómenos sociales y culturales genera. Es un libro en el que las ideas son como personajes, seres de carne y hueso que viven aventuras, tienen efectos sociales, políticos, maravillosamente escrito. Me ha marcado mucho. También ciertos ensayos de Bataille, como La literatura y el mal, un libro que leí en estado de trance porque me reveló un aspecto de la literatura que yo creo que existe y que Bataille vio maravillosamente: que en la literatura se expresa algo que solo se puede expresar en la literatura. Él decía que esos fondos reprimidos que permiten la vida en sociedad, todo aquello que si tuviera derecho de ciudad provocaría hecatombes, catástrofes, haría que nos matáramos todos, ciertos instintos, deseos que están ahí y no podemos erradicar sumidos en el fondo de nuestra personalidad, encuentran en la literatura un camino privilegiado para expresarse. Me pareció tan absolutamente exacto que estoy seguro de que ese ensayo me ha enriquecido, se debe expresar en lo que escribo aunque yo mismo no sea consciente de cómo.P. ¿Cree que uno no sale indemne de una gran novela? Una frase que no sé si es suya o de Hemingway.
P. Durante sus primeros escritos sobre sus influencias literarias ha ido nombrando siempre a los mismos, Faulkner, John Dos Passos…
R.…sería muy injusto que no los nombrara.
P. Quiero decir que ha sido muy consistente, incluso Sartre, al que abandonó, pero que sigue estando ahí. ¿Se ha diluido ya toda esa influencia y ahora hay un estilo Vargas Llosa? ¿Se siente el titular de un estilo?
R.No, en absoluto, y si lo tuviera, no podría darme cuenta de en qué consiste. Borges dice que cuando te miras en el espejo no sabes cómo es tu cara. Es muy exacto, cuando escribes no sabes cómo escribes, lo sienten los lectores, los críticos, pueden establecer diferencias, similitudes, pero uno mismo es totalmente incapaz de hacerlo. No podría juzgar mi obra en comparación con otros, no tengo distancia con mi obra, mi obra es lo que yo soy y yo no sé exactamente cómo soy.
P. ¿Cree que ya ha hecho lo que tenía que hacer?
R.No. Todavía no, y espero seguir haciéndolo [risas], espero que mi mejor libro sea el próximo que escriba, que no esté atrás, sino por delante, que sea un desafío y que la muerte me pesque escribiendo mi mejor libro. Ese es mi gran sueño.
P. Ha escrito un libro fundamental, El pez en el agua. Las dos situaciones que describe en ese libro, su juventud y su aspiración a ser presidente de Perú, terminan de la misma manera, en un viaje a París. Ahora ha cambiado de vida, ha terminado un libro, ha muerto una de sus grandes amigas, Carmen Balcells…
R.… y no solamente amiga, una persona que ha sido fundamental en mi trabajo y en mi vocación. Ha sido fundamental en la vida cultural y literaria de mi lengua, de España y de América Latina, y a la que estoy seguro de que en un futuro tendremos que rendirle muchos homenajes.
P. Termino. ¿Siente como que está en medio o a punto de uno de esos viajes que narraba en El pez en el agua?
R.Pues estoy viajando, creo que el viaje ya lo he emprendido, lo estoy haciendo, mi vida privada ha sufrido una especie de transformación muy profunda, soy inmensamente feliz porque es una experiencia que me ha enriquecido extraordinariamente y lo único que lamento es que la felicidad se consiga muchas veces causando infelicidad a tu alrededor. Desde luego que eso lo lamento muchísimo, pero me siento muy ilusionado, realmente muy rejuvenecido, y tengo mucha esperanza de que en el futuro esto tenga un efecto no solo en mi vida privada, sino también, y fundamentalmente, en mi trabajo de escritor.

viernes, 23 de octubre de 2015

Patti Smith on Time, Transformation, and How the Radiance of Love Redeems the Rupture of Loss






“Is there anything we know more intimately than the fleetingness of time, the transience of each and every moment?” philosopher Rebecca Goldstein asked in contemplating how Einstein and Gödel shaped our experience of time. A little less than a century earlier, just as the theory of relativity was taking hold, Virginia Woolf articulated in exquisite prose what quantum physics sought to convey in equations — that thing we feel in our very bones, impervious to art or science, by virtue of being ephemeral creatures in a transient world.
That transcendent transience is what beloved musician, artist, and poet Patti Smithexplores in M Train (public library) — a most unusual and breathtaking book: part memoir, part dreamscape, part elegy for the departed and for time itself.
A person possessing the rare gift of remaining radiant even in her melancholy, Smith grieves for her husband and her brother; she commemorates her great heroes, from friends like William S. Burroughs, who influenced her greatly, to kindred companions on the creative path across space and time like Frida Kahlo, William Blake, and Sylvia Plath; she even mourns the closing of the neighborhood café she frequented for more than a decade, one of those mundane anchors of constancy by which we hang on to existence.
The point, of course, is that each loss evokes all losses — a point Smith delivers with extraordinary elegance of prose and sincerity of spirit. What emerges is a strange and wonderful consolation for our inconsolable longing for permanency amid a universe driven by perpetual change and inevitable loss.


Frida Kahlo’s bed (Photograph: Patti Smith)

Smith writes:
The transformation of the heart is a wondrous thing, no matter how you land there.
But every transformation is invariably a loss, and the transformed must be mourned before the transformed-into can be relished. The mystery of the continuity between the two — between our past and present selves — is one of the greatest perplexities of philosophy. Smith arrives at it with wistful wonderment as she contemplates the disorientation of aging, that ultimate horseman of terminal transformation:
I considered what it meant to be sixty-six. The same number as the original American highway, the celebrated Mother Road that George Maharis, as Buz Murdock, took as he tooled across the country in his Corvette, working on oil rigs and trawlers, breaking hearts and freeing junkies. Sixty-six, I thought, what the hell. I could feel my chronology mounting, snow approaching. I could feel the moon, but I could not see it. The sky was veiled with a heavy mist illuminated by the perpetual city lights. When I was a girl the night sky was a great map of constellations, a cornucopia spilling the crystalline dust of the Milky Way across its ebony expanse, layers of stars that I would deftly unfold in my mind. I noticed the threads on my dungarees straining across my protruding knees. I’m still the same person, I thought, with all my flaws intact, same old bony knees…
[…]
The phone was ringing, a birthday wish from an old friend reaching from far away. As I said good-bye I realized I missed that particular version of me, the one who was feverish, impious. She has flown, that’s for sure.


Patti Smith, late 1970s

In a sentiment reminiscent of Virginia Woolf’s thoughts on the fluidity of past and present, Smith considers what “real time” is:
Is it time uninterrupted? Only the present comprehended? Are our thoughts nothing but passing trains, no stops, devoid of dimension, whizzing by massive posters with repeating images? Catching a fragment from a window seat, yet another fragment from the next identical frame? If I write in the present yet digress, is that still real time? Real time, I reasoned, cannot be divided into sections like numbers on the face of a clock. If I write about the past as I simultaneously dwell in the present, am I still in real time? Perhaps there is no past or future, only the perpetual present that contains this trinity of memory. I looked out into the street and noticed the light changing. Perhaps the sun had slipped behind a cloud. Perhaps time had slipped away.


One of William Blake’s drawings for Milton’s Paradise Lost

This dance with change on the precipice of past and present is perhaps why the weather plays such a recurring role throughout the book — weather changes are the most universally palpable of transformations, and at their most acute they augur loss. Smith writes about storms with a kind of primal awe — the blizzard that strikes as she and her husband leave the theater after seeing an Akira Kurosawa film on her fortieth birthday, having entered it under clear and sunny skies; the raging thunderstorm through which she returns home alone after her husband dies in a Detroit hospital, forty-five years after he was born in the midst of an electrical storm in his grandparents’ kitchen; Hurricane Sandy, which devastates the Far Rockaways just as she has fallen in love with the community and purchased a ramshackle bungalow as her newfound sanctuary.
Recalling visiting her beloved Rockaways after the Sandy devastation, Smith captures the piercing impermanence that storms swirl us into contact with:
The great storm surges that flooded the streets had killed most of the vegetation. I inspected all that there was to see. The mildewed pasteboard walls forming small rooms had been gutted, opening onto a large room with the century-old vaulted ceiling intact, and rotted floors were being removed. I could feel progress and left with a bit of optimism. I sat on the makeshift step of what would be my refurbished porch and envisioned a yard with wildflowers. Anxious for some permanency, I guess I needed to be reminded how temporal permanency is.


Bungalow, Rockaway Beach (Photograph: Patti Smith)

Nothing encodes this temporal permanency more palpably than our treasured objects, imbued with memories and haunted by former versions of ourselves, and there is nothing we imbue with memory more intimately than the worn stories of our clothes. Like life itself, these wearable micro-museums of memory are woven of both love and loss. Smith captures this beautifully in the story of one such cherished possession:
I had a black coat. A poet gave it to me some years ago on my fifty-seventh birthday. It had been his — an ill-fitting, unlined Comme des Garçons overcoat that I secretly coveted. On the morning of my birthday he told me he had no gift for me.
— I don’t need a gift, I said.
— But I want to give you something, whatever you wish for.
— Then I would like your black coat, I said.
And he smiled and gave it to me without hesitation or regret. Every time I put it on I felt like myself. The moths liked it as well and it was riddled with small holes along the hem, but I didn’t mind. The pockets had come unstitched at the seam and I lost everything I absentmindedly slipped into their holy caves. Every morning I got up, put on my coat and watch cap, grabbed my pen and notebook, and headed across Sixth Avenue to my café. I loved my coat and the café and my morning routine. It was the clearest and simplest expression of my solitary identity. But in this current run of harsh weather, I favored another coat to keep me warm and protect me from the wind. My black coat, more suitable for spring and fall, fell from my consciousness, and in this relatively short span it disappeared.
Smith’s husband, Fred, believed that when such beloved possessions disappear, they enter “the Valley of Lost Things.” When he was a child, his favorite toy — a red plastic cowboy he had named Reddy — suffered a similar fate after Fred’s mother, dusting the bookcase, inadvertently knocked Reddy into domestic neverland. But he miraculously reappeared some years later, emerging from the floor when boards had to be replaced. When Reddy returned, Fred proudly placed him on the bookcase in the couple’s bedroom.
Smith reflects on this dance of disappearances, which so aggrieves us precisely because objects concretize our longing for permanence:
Some things are called back from the Valley. I believe Reddy called out to Fred. I believe Fred heard. I believe in their mutual jubilance. Some things are not lost but sacrificed. I saw my black coat in the Valley of the Lost on a random mound being picked over by desperate urchins. Someone good will get it, I told myself, the Billy Pilgrim of the lot.
Do our lost possessions mourn us? Do electric sheep dream of Roy Batty? Will my coat, riddled with holes, remember the rich hours of our companionship? Asleep on buses from Vienna to Prague, nights at the opera, walks by the sea, the grave of Swinburne in the Isle of Wight, the arcades of Paris, the caverns of Luray, the cafés of Buenos Aires. Human experience bound in its threads. How many poems bleeding from its ragged sleeves? I averted my eyes just for a moment, drawn by another coat that was warmer and softer, but that I did not love. Why is it that we lose the things we love, and things cavalier cling to us and will be the measure of our worth after we’re gone?
Then it occurred to me. Perhaps I absorbed my coat.
Smith examines this question of what is lost and what is redeemed in recounting a rather allegorical experience she had while journeying to a picturesque canyon in Mexico:
It was breathtaking though dangerous place, but we felt nothing but awe. I said a prayer to the lime-dusted mountain, then was drawn to a small rectangular light some twenty feet away. It was a white stone. Actually more tablet than stone, the color of foolscap, as if waiting for another commandment to be etched on its polished surface. I walked over and without hesitation picked it up and put it in my coat pocket as if it were written to do so.
I had thought to bring the strength of the mountain to my little house. I felt an instantaneous affection for it and kept my hand in my pocket in order to touch it, a missal of stone. It was not until later at the airport, as a customs inspector confiscated it, that I realized I had not asked the mountain whether or not I could have it. Hubris, I mourned, sheer hubris. The inspector firmly explained it could be deemed a weapon. It’s a holy stone, I told him, and begged him not to toss it away, which he did without flinching. It bothered me deeply. I had taken a beautiful object, formed by nature, out of its habitat to be thrown into a sack of security rubble.
[…]
I took the stone from the mountain and it was taken from me. A kind of moral balance, I well understood.
The book is, above all, a reminder that love and loss always hang in such a balance — perhaps not a moral one, for morality presumes meaning and some losses are senseless, dealt out by a universe impervious to human concerns and conceits, but a balance nonetheless. Smith captures this devastating and transcendent truth in recounting the days following Fred’s death:
My brother stayed with me through the days that followed. He promised the children he would be there for them always and would return after the holidays. But exactly a month later he had a massive stroke while wrapping Christmas presents for his daughter. The sudden death of Todd, so soon after Fred’s passing, seemed unbearable. The shock left me numb. I spent hours sitting in Fred’s favorite chair, dreading my own imagination. I rose and performed small tasks with the mute concentration of one imprisoned in ice.
Eventually I left Michigan and returned to New York with our children. One afternoon while crossing the street I noticed I was crying. But I could not identify the source of my tears. I felt a heat containing the colors of autumn. The dark stone in my heart pulsed quietly, igniting like a coal in a hearth. Who is in my heart? I wondered.
I soon recognized Todd’s humorous spirit, and as I continued my walk I slowly reclaimed an aspect of him that was also myself — a natural optimism. And slowly the leaves of my life turned, and I saw myself pointing out simple things to Fred, skies of blue, clouds of white, hoping to penetrate the veil of a congenital sorrow. I saw his pale eyes looking intently into mine, trying to trap my walleye in his unfaltering gaze. That alone took up several pages that filled me with such painful longing that I fed them into the fire in my heart, like Gogol burning page by page the manuscript of Dead Souls Two. I burned them all, one by one; they did not form ash, did not go cold, but radiated the warmth of human compassion.


Art by Maurice Sendak for a rare 1967 edition of William Blake’s Songs of Innocence

This, indeed, is the book’s greatest gift: The sublime assurance that although everything we love — people, places, possessions — can and likely will eventually be taken from us, the radiant vestiges those loves leave in the soul are permanently ours, and this is the only permanence we’ll ever know.
Echoing Italo Calvino’s unforgettable assertion that “every experience is unrepeatable,” Smith writes:
Nothing can be truly replicated. Not a love, not a jewel, not a single line.
[…]
I have lived in my own book. One I never planned to write, recording time backwards and forwards. I have watched the snow fall onto the sea and traced the steps of a traveler long gone. I have relived moments that were perfect in their certainty. Fred buttoning the khaki shirt he wore for his flying lessons. Doves returning to nest on our balcony. Our daughter, Jesse, standing before me stretching out her arms.
— Oh, Mama, sometimes I feel like a new tree.
We want things we cannot have. We seek to reclaim a certain moment, sound, sensation. I want to hear my mother’s voice. I want to see my children as children. Hands small, feet swift. Everything changes. Boy grown, father dead, daughter taller than me, weeping from a bad dream. Please stay forever, I say to the things I know. Don’t go. Don’t grow.
With lyrical lucidity, Smith reminds us that the only liberation from the shackles of change lies in its acceptance, in the act of willful surrender:
Shard by shard we are released from the tyranny of so-called time. A curtain of purple wisteria partially conceals the entrance to a familiar garden… In a wink, a lifetime, we pass through the infinite movements of a silent overture.


One of William Blake’s drawings for Dante’s Divine Comedy

Indeed, we move through this world both mutable and abiding, and it is the movement itself that anchors us to ourselves. Returning to the Möbius strip of our personal continuity, Smith writes:
I believe I am still the same person; no amount of change in the world can change that.
I believe in movement. I believe in that lighthearted balloon, the world. I believe in midnight and the hour of noon. But what else do I believe in? Sometimes everything. Sometimes nothing. It fluctuates like light flitting over a pond. I believe in life, which one day each of us shall lose. When we are young we think we won’t, that we are different. As a child I thought I would never grow up, that I could will it so. And then I realized, quite recently, that I had crossed some line, unconsciously cloaked in the truth of my chronology. How did we get so damn old? I say to my joints, my iron-colored hair. Now I am older than my love, my departed friends. Perhaps I will live so long that the New York Public Library will be obliged to hand over the walking stick of Virginia Woolf. I would cherish it for her, and the stones in her pocket. But I would also keep on living, refusing to surrender my pen.


Virginia Woolf’s walking stick (Photograph: Patti Smith)

Stubbornly writing the story of our own finitude and impermanence, Smith seems to suggest, is our only true homecoming to wholeness:
Home is a desk. The amalgamation of a dream. Home is the cats, my books, and my work never done. All the lost things that may one day call to me, the faces of my children who will one day call to me. Maybe we can’t draw flesh from reverie nor retrieve a dusty spur, but we can gather the dream itself and bring it back uniquely whole.
Complement the wholly enchanting M Train with Smith on the love of books, her stirring poems for her departed soul mate, her advice on life, and her homage to Virginia Woolf, then revisit Elizabeth Alexander’s beautiful meditation on love and loss.
For a bewitching immersion in Smith’s radiant spirit, treat yourself to her conversation with the New York Public Library’s Paul Holdengräber, part of thesenine fantastic podcasts for a fuller life:
If we walk the victim, we’re perceived as the victim. And if we enter … glowing and receptive … if we maintain our radiance and enter a situation with radiance, often radiance will come our way.
[…]
William Blake … being a sort of a victim of the Industrial Revolution … was a great poet, a great songwriter, an activist, a philosopher, a visionary. He gave us beautiful books, paintings, ideology — and yet William Blake in his lifetime was never appreciated. He had no real success. He was often ridiculed. He died poverty-stricken, but he also died full of joy. He never let go of his vision, he never let go of that radiance, he never let go of the language of enthusiasm. So I try to remember now when I feel sorry for myself to give a little thought to William Blake.