sábado, 1 de agosto de 2015

Día del Libro incompleto





En mi viaje de ida y vuelta en un solo día a Liubliana -media Europa paralizada- no quería ir muy cargado y, además, a la hora de leer en el avión, deseaba concentrarme exclusivamente en el capítulo decimotercero de Los años de las decisiones, el gran libro de Reiner Stach sobre Kafka. El volumen pesaba 900 gramos y por su tamaño, además, parecía incompatible con las estrecheces de los mínimos espacios que encontramos en los asientos de los aviones de hoy en día, de modo que, poco antes de salir de casa, arranqué las hojas pertenecientes a ese capítulo y me las llevé por el mundo del volcán desordenado.
Tanto en el vuelo de ida como en el de vuelta leí y estudié a fondo el fajo de cómodas hojas portátiles que componían esa densa nube de ceniza que es el capítulo decimotercero, América y de vuelta, donde Stach comenta que nada hay tan difuso como la vida de Kafka, pues la vida y los sueños le servían al escritor de materia para la ficción, pero al mismo tiempo la ficción se infiltraba en la biografía. Todo eso me llevó a recordar el inventario de los sueños de Kafka que ha publicado Errata Naturae; un recuento sobrecogedor, sobre todo cuando comprendemos que ese material se infiltró directamente en su propia biografía.
De Unfolding The Aryan papers me han interesado especialmente las fotografías en las que, vestida al estilo de los años cincuenta, Louise Wilson se adentra en una estancia de Maggs, célebre librería de Londres. Los viejos volúmenes que rodean a Louise contienen primeras ediciones incompletas que están a la espera de restauración, de páginas que reparen lo que falta. Son ediciones cojas que, a las puertas mismas ya del Día del Libro, me han llevado a pensar en esa gran afirmación de la ausencia que es el arte de lo no leído, arte paralelo y actividad tan válida y estimulante como la lectura misma. No dejan de sorprenderme siempre los que van diciendo por ahí que han terminado de leer una novela, porque hay que ser bastante ingenuo para creer que abundan los libros completos. ¿Quién ha leído enteras, por ejemplo, las escrituras sagradas? Una particularidad del Talmud babilónico es que falta la primera página a cada uno de los tratados que lo componen. Preguntado el gran maestro Rabí Leví Yitzhak por el motivo de esa falta que obliga al lector a comenzar por la página dos, respondió: "Porque, por muchas páginas que lea el estudioso, nunca debe olvidar que no ha alcanzado aún la mismísima primera página".En fin, fui a Liubliana con mi puñado de hojas brutalmente arrancadas y a la vuelta, al regresar a casa y reencontrarme con el volumen lisiado, pensé en los muchos libros a los que faltan páginas y también en Unfolding The Aryan papers, brillante exposición que puede verse estos días en Madrid en la galería Helga de Alvear: un tapiz de fotogramas y material fílmico basado en guiones incompletos de películas que las hermanas Wilson descubrieron en los archivos de Stanley Kubrick.
Hace sólo un momento me disponía a devolver a su lugar el capítulo arrancado a Los años de las decisiones, pero he cambiado de idea y voy a alinear el volumen tal como está -incompleto- en un sector especial de la biblioteca que ando organizando en el corredor de casa. Allí coloco tanto los libros a los que arranqué capítulos -no son muchos- como también todos aquellos -muchos más- a los que nada les quité, pero en los que, observando pesaroso su vuelo raso, echo en falta páginas que, de haber sido escritas, habrían podido acoger al menos un significado oculto del libro. En tales circunstancias, ¿no deberíamos el próximo viernes celebrar el Día del Libro incompleto? Haríamos así justicia a la clamorosa ausencia de tantas páginas esenciales, muchas de las cuales son las que precisamente busco y trato de imaginar cuando dedico mi tiempo al arte de lo no leído.

domingo, 26 de julio de 2015

Nietzsche en Sils-Maria



Cuando Nietzsche vino por primera vez a Sils-Maria, en el verano de 1879, era una ruina humana. Perdía la vista a pasos rápidos, lo atormentaban las migrañas y las enfermedades lo habían obligado a renunciar a su cátedra en la Universidad de Basilea, luego de profesar allí 10 años. Esta era entonces una remota región alpina en el alto Engadina, donde apenas llegaban forasteros. Fue un amor a primera vista: lo deslumbraron el aire cristalino, el misterio y vigor de las montañas, las cascadas rumorosas, la serenidad de lagos y lagunas, las ardillas y hasta los enormes gatos monteses.
Empezó a sentirse mejor, escribió cartas exultantes de entusiasmo por el lugar y, desde entonces, volvería por siete años consecutivos a Sils-Maria en los veranos, por temporadas de tres o cuatro meses. Siempre había sido un buen caminante, pero, aquí, andar, trepar cuestas empinadas, meditar en ventisqueros barridos por los vientos donde a veces aterrizaban las águilas, garabatear en sus pequeñas libretas los aforismos, uno de sus medios favoritos de expresión, se convirtió en una manera de vivir. En Sils-Maria escribiría o concebiría sus libros más importantes, La gaya ciencia, Así habló Zaratustra, Más allá del bien y del mal, El ocaso de los ídolos, El Anticristo.
La única habitación que no ha sido restaurada es el dormitorio de Nietzsche. Sobrecoge por su ascetismo. Una camita estrecha, una mesa rústica, una jofaina de agua y un lavador. Testigos de la época dicen que entonces estaba llena de libros. Pero lo cierto es que Nietzsche pasaba mucho más tiempo al aire libre que bajo techo y que pensaba y escribía andando o tomando un descanso entre las larguísimas marchas que efectuaba a diario. Duraban unas seis horas cada día y a veces ocho y hasta 10. Ahora a los turistas les muestran algunas rutas que, aseguran los guías, eran sus preferidas, pero es un puro cuento. En primer lugar el paisaje ahora es distinto, civilizado por la afluencia masiva de esquiadores durante el invierno, la apertura de carreteras y los chalets sembrados alrededor de las pistas de esquí. En tiempos de Nietzsche esta era tierra aún salvaje, sin caminos, abrupta. Tras una difícil caminata en medio de los pinares y nevados, casi en sombra, se abría de pronto un paisaje edénico, como el que inspiraría las bravatas y filípicas de Zaratustra.Se alojaba en la casa —que era también tienda— del alcalde del pueblo y pagaba por el modesto cuartito donde dormía un franco al día. La casa de Nietzsche es ahora un museo y sede de la fundación que lleva el nombre del filósofo. Vale la pena visitarla, sobre todo si quien oficia de cicerón es su amable director, Peter André Bloch, que sabe todo sobre la obra y la vida de Nietzsche y es quien organiza los seminarios y coloquios que atraen a este bello pueblecito profesores, ensayistas y filósofos de todo el mundo. La casa ha sido totalmente restaurada y ofrece una soberbia colección de fotografías, manuscritos —entre ellos de poemas y composiciones musicales de Nietzsche—, primeras ediciones y testimonios de visitantes ilustres, como Thomas Mann, Adorno, Paul Celan, Hermann Hesse, Robert Musil y hasta el inesperado Pablo Neruda, que escribió aquí un poema. Boris Pasternak no pudo venir, pero envió desde su confinamiento soviético un largo texto fundamentando su admiración por el filósofo.
Muchas veces Nietzsche se extravió en estas alturas desoladas y, otras, se quedó dormido y tuvo sueños grandiosos o terribles que evocó en sus poemas y en su música. Llevaba siempre en estas caminatas un pequeño atado con frutas y galletas, y las libretitas rayadas que le enviaba su hermana Elizabeth (se pueden hojear en el museo), fanática racista que, para justificar la calumniosa especie según la cual Nietzsche fue un precursor del nazismo, falsificó sus manuscritos y manufacturó una edición espuria de La voluntad de poder. En uno de los anaqueles de la Fundación se exhibe la célebre foto de Hitler visitando, acompañado por Elizabeth, el Memorial de Nietzsche en Weimar.
Muchas de las diatribas de Nietzsche contra la religión y, sobre todo, el cristianismo, la idea de que proclamar que la vida terrenal es solo un tránsito hacia el más allá, donde se vive la vida verdadera, ha sido el mayor obstáculo para que los seres humanos fueran soberanos, libres y felices y estuvieran condenados a una esclavitud moral que los privaba de creatividad, de espíritu crítico, de conocimientos científicos e iniciativas artísticas, se gestaron aquí, en Sils-Maria. Pero, curiosamente, en contra de una de las imágenes más persistentes de Nietzsche, la de un hombre huraño, sombrío y ensimismado, gruñón y colérico, por lo menos los siete años que vino aquí a pasar los veranos, dejó entre los vecinos una imagen radicalmente distinta: la de un hombre risueño y simpático, que jugaba con los niños, festejaba las bromas de los lugareños, y evitaba las chismografías y querellas de vecindario.
Es verdad que no fue nunca un fascista ni un racista; un sector del museo documenta con detalle su buena relación con muchos intelectuales y comerciantes judíos y las veces que escribió criticando el antisemitismo. Pero también es cierto que nunca fue un demócrata ni un liberal. Detestaba las multitudes y, en especial, las masas de la sociedad industrial, en las que veía seres enajenados por esa “psicología de vasallos” que engendra el colectivismo, que anulaba el espíritu rebelde y mataba la individualidad. Fue siempre un individualista recalcitrante; creía que solo el ser humano no gregario, independiente, segregado de la tribu, enfrentado a ella, era capaz de hacer progresar la ciencia, la sociedad y la vida en general. Su terrible sentencia, que era también un pronóstico sobre la cultura que prevalecería en el futuro inmediato —“Dios ha muerto”— no era un grito de desesperación, sino de optimismo y esperanza, la convicción de que, en el mundo futuro, liberados de las cadenas de la religión y la mitología enajenante del más allá, los seres humanos obrarían para sacar al paraíso de las nieblas ultraterrenas y lo traerían aquí, a la historia vivida, a la realidad cotidiana. Entonces desaparecerían los estúpidos enconos que habían llenado la historia humana de guerras, cataclismos, abusos, sufrimientos, salvajismos, y surgiría una fraternidad universal en la que la vida valdría por fin la pena de ser vivida por todos.
Era una utopía no menos irreal que las de las religiones que Nietzsche abominaba y que haría correr también muchísima sangre y dolor. Al fin y al cabo sería la democracia, que el filósofo de Sils-Maria tanto despreció pues la identificaba con el conformismo y la mediocridad, la que más contribuiría a acercar a los seres humanos a ese ideal nietzscheano de una sociedad de hombres y mujeres libres, dotados de espíritu crítico, capaces de convivir con todas sus diferencias, convicciones o creencias, sin odiarse ni entrematarse.

Radio París


Por Francisco Javier Irazoki 



En las guías de Nueva York suele faltar una ruta literaria. Luce menos que las huellas artísticas de la Generación Beat en Greenwich Village. No incluye clubes de jazz, oratorios de la bohemia, edificios singulares. No importa; con cielo gris empiezo el itinerario. Se trata del trayecto que durante dos décadas Herman Melville recorre diariamente para ir a su trabajo. Sale de la vivienda, situada en el número 104 de la Calle 26, entre Lexington y Park Avenue, y camina hacia el tedio. Él, que ha estado cautivo en una tribu de caníbales, intenta con desgana adaptarse a los peligros de la rutina laboral. Desempeña el cargo de inspector de aduanas en los diques del East River. Ahí crece su nostalgia cuando conversa con los marineros o inspecciona la salida de las embarcaciones balleneras. Sufre otro retiro. A las largas travesías en barcos y a la celebridad por las páginas en que describe aquellas aventuras de juventud les sigue la indiferencia de sus lectores. Moby Dick no triunfa. Carece de ánimos para concluir la redacción de la novela Billy BuddSailor.

Arruinado, Melville es acogido en el humilde hogar de su hermano; allí pasa el resto de la vida. Transcurren casi treinta años hasta su muerte silenciosa.También las obras que ha escrito permanecerán olvidadas en los decenios siguientes. Para que no queden dudas sobre el desdén de las autoridades, los urbanistas modernos deciden el derribo de la casa del escritor. Y llega el siglo XX. Un crítico, que hurga en los libros de lance, recupera unas cuantas novelas de Herman Melville y las difunde con elogios en los periódicos. Yo termino la caminata. Mientras va cayendo una lluvia mansa en Nueva York, me empapo de los últimos días de un hombre que continuó buscando su ballena blanca.