viernes, 12 de junio de 2015

Miedo al Quijote

ANDRÉS TRAPIELLO





HAY tres maneras más o menos fiables de saber si alguien ha leído o no el Quijote.
Se refiere uno, claro, a personas que por una u otra razón muestran algún interés por la lectura, se trate de un best seller, de una novela de Baroja o de En busca del tiempo perdido. Plantear esta cuestión entre quienes no leen nunca ninguna clase de libros no tiene ningún sentido.   
La primera de estas maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote suele tener lugar en ambientes de cierta confianza o intimidad, entre personas cercanas, colegas, parientes o amigos. Sucede cuando alguien, en un arranque de sinceridad, admite: “Yo no he leído el Quijote”.
Por lo general esta confesión no suele ser ni arrogante, ni presuntuosa, ni cínica. No es habitual que alguien añada que no lo ha leído “porque es un libro que no me interesa absolutamente nada” o “porque no voy a perder el tiempo en un libro lleno de notas” o algo parecido. Al contrario, quien admite no haber leído el Quijote suele reconocer con humildad y pesadumbre que “tendría que leerlo” o que “lo he empezado muchas veces” o que “siempre que he querido hacerlo, se ha interpuesto algo”.
Las dos siguientes maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote son también bastante elementales.
La primera de ellas es la más frecuente: “Yo lo leí de pequeño, en el colegio. Teníamos un profesor entusiasta del Quijote, y lo leíamos en clase”.
Si uno pregunta la edad en la que eso ocurría, se encuentra con que la mayoría de los que afirman haber leído el Quijote en clase, lo hicieron a edades relativamente tempranas, entre los diez y los catorce años, lo cual tiene su lógica, porque a los catorce años la subida de testosterona hace ingobernable cualquier grupo de más de una docena de púberes. Lo único probablemente que mantendría atentos y en silencio a más de treinta chicos de entre catorce y diecisiete años sería una película porno o el funeral de un amigo.
No es difícil hacer un cálculo del tiempo que se tarda en leer el Quijote. Hay una grabación, hecha por actores profesionales, cuarenta cedés, que editó Audio Libros Paloma Negra de Turner Overlook hace diez años. Dura unas cuarenta horas. Manuel Arroyo, el editor, recuerda aún las vicisitudes esperpénticas de aquellas grabaciones y cómo los actores no entendían la mayor parte de las cosas que leían, que leían muchas veces como papagayos, pero ponían tanta pasión y énfasis al hacerlo que no se nota. Es muy agradable dejarse llevar por el sonido de sus palabras, por la música cervantina, aunque a la mayor parte de los que oigan esa grabación, u otras parecidas, les sucederá lo mismo que a los actores, porque hay tantas cosas que no se entienden y el hipérbaton y los tiempos verbales son a veces tan intrincados y alejados de los nuestros, que se requerirían muchas interrupciones o vueltas atrás para saber qué han dicho y quién lo dice. Así que, finalmente, uno sigue esa lectura como cuando vamos en la popa de un barco, prendida la mirada en la estela que va dejando y las olas que se forman a su paso para desvanecerse al poco tiempo, sin saber qué deja en nosotros y en el mar ese camino.
Yo he contado las notas que hay en la edición reducida del Quijote de Rico: cinco mil quinientas cincuenta y dos. La lectura de esas notas, sin muchas de las cuales ni siquiera un lector cultivado no especialista entiende la mitad de lo que está leyendo, supongo que se puede llevar otras cuarenta horas, y si a esto añadimos las idas y venidas del texto a las notas y de las notas al texto, y las veces que a uno se le va el santo al cielo y las que tiene que reconsiderar qué es lo que estaba leyendo, podemos decir que la lectura del Quijote se puede ir a setenta o más horas, dependiendo de esas y otras circunstancias. Si se mira bien, no son muchas. Pero las horas de literatura o de lengua por curso en los planes de estudios son muchas menos que esas.

Hace mucho que no tiene uno contacto con el mundo de la enseñanza, pero recuerdo que en mi época, y aun en la de mis hijos, las clases de lengua y literatura eran tres a la semana; haciendo un cálculo somero, unas, cuántas, ¿cincuenta, sesenta?, cada curso (porque es de suponer que el Quijote se lo leerían, a esos que dicen haberlo leído en clase, profesores de lengua o de literatura, y no de química o matemáticas).

Pido un poco de paciencia al lector, porque ya sabe uno que todas las operaciones de esta índole son muy aburridas.
Estábamos en lo de que un alumno de lengua o literatura tiene unas cincuenta horas de clase por curso. Admitamos el caso de un profesor entusiasta de literatura. Admitámoslo incluso lo bastante forofo del Quijote para querer leérselo a sus alumnos cada día de clase. Es de suponer también que, además de leérselo, dedicará un tiempo a enseñarles la asignatura. ¿Ponemos, generosamente, una media hora por clase para la lectura? De esa media, lo probable es que dedique un cuarto de hora a comentar lo leído y leer las notas mientras los chicos y chicas meten ruido, se distraen, levantan la mano y gritan “profe, profe, porfa, yo” y esas y otras cosas que se dicen a esa edad.
Bien, tenemos, pues, que siendo muy generosos en los cálculos y poniendo “de añadidura” o propina, como se dice en el Quijote, algunas horas más, andaríamos alrededor de las veinte horas al año dedicadas a la lectura del Quijote. Por tanto, para completar la lectura del Quijote en clase se necesitarían cuatro o cinco cursos.
Y todo esto, sin haber entrado en la cuestión de fondo: ¿qué es lo que uno puede entender del Quijote con doce años, y sobre todo, qué puede uno recordar a los cuarenta de lo que le leyeron a los doce, aparte del recuerdo del recuerdo y de cierto aroma que el tiempo irá desleyendo, por muy penetrante que sea, y el del Quijote lo es sin duda?
Hay también una versión adulta de todo esto: los que aseguran que lo tuvieron que leer en la universidad para un examen, en el caso de los alumnos de filología. No está claro si leer para un examen es lo mismo que leer. Por ejemplo, el Quijote es un libro mucho más estudiado que leído y, como la mayoría de los clásicos, mucho menos leído que venerado.
En fin, uno, en principio, cree a todo el mundo, pero sabe que la mayor parte de los que aseguran haber leído el Quijote en el colegio, y aun en la universidad, y no han vuelto a leerlo desde entonces, lo han leído, en el mejor de los casos, parcialmente y, en todo caso, es como si no lo hubieran leído en absoluto, porque ya no recuerdan nada de él, fuera de esos episodios que, en España al menos, recuerdan incluso los que no lo han leído nunca: la aventura de los molinos, la de los pellejos de vino, la de Clavileño acaso, la derrota del caballero en la marina de Barcelona. Es decir, como si dijéramos que conocemos tal o cual ciudad a la que nos llevaron de niños nuestros padres y en la que pasamos unas horas, y a la que no hemos vuelto en treinta años. Nada que vaya más allá de la corteza de la letra.
¿Y por qué este comportamiento tan extraño? ¿Por qué la gente cree haber leído el Quijote o dice haberlo hecho? Seguramente porque prefieren creer lo que no sucedió nunca o no sucedió como creen, a admitir la intolerable idea de que no haya sucedido nunca. Todo antes que admitir que no han podido culminar no ya un libro, sino un acto cívico de primer orden, pues se les ha presentado a menudo el de la lectura del Quijote como un deber patriótico del tipo de la jura de la bandera o como un deber hacia la lengua que hablamos y a la que debemos la mayor parte de las cosas que tienen que ver con nuestra vida. ¿Qué menos que devolverle a la lengua que nos permite estudiar, declarar afectos, defendernos, divertirnos, comunicar nuestros pensamientos más íntimos un poco de atención y reconocimiento, leyendo una de las obras donde ella está mejor representada?
Sólo quedan, en fin, los del tercer grupo, esos que aseguran que lo han leído de forma salteada… “a trozos”; todo, pero saltando de unos capítulos a otros. Sí, basta oír a alguien asegurar que él o ella lo han leído a trozos, para saber que no han leído probablemente ni la mitad de él, pero lo expresan de ese modo porque piensan que esos fragmentos les habilitan como verdaderos lectores del Quijote, tal y como sucede, por ejemplo, con una ciudad o un museo: haber visto una parte de París o unas salas del Louvre nos da derecho a decir que conocemos Venecia o el del Louvre. Haber leído una parte del Quijote nos hace del escogido y prestigiado (y heroico) grupo de sus lectores.
Yo no creo, ni mucho menos, que la gente no haya querido leer en España ni en la América hispanohablante el Quijote. Al contrario, creo que en España, y en todos los países hispanohablantes, hay millones de personas que lo han querido leer (y nadie hasta ahora, en una sociedad que hace encuestas de todo, hasta de las mayores chorradas y cada dos por cuatro, ha querido saber cuánta gente ha leído el Quijote, acaso para no llevarse un profundo chasco), hay millones, decía, que lo han querido leer y se han dado de bruces con él, con una lengua que, al que la conoce más o menos, le parece maravillosa, y al que no, ardua y difícil. El temor de reconocer y confesar que no comprenden un libro escrito en la lengua que ellos mismos creen hablar, “la lengua de Cervantes”, les lleva a silenciar que no lo han leído, o a engañarse, o a mentir.
Y todo porque nadie les ha explicado aún que no han podido leer el Quijote porque este se escribió en una lengua, el castellano del siglo XVII, que no hablamos y que, a medida que nos alejamos de él, entendemos ya cada vez menos; que no es verdad que la lengua de Cervantes y la nuestra sean ya exactamente la misma.
Esa es la razón por la que empecé a ponerlo en castellano actual hace catorce años. Estos días aparecerá publicado al fin.
Apenas se supo lo que yo había hecho, empezaron a oírse las voces, literalmente voces, de quienes lo consideraban un crimen de lesa humanidad. ¿Qué temían?
Así como el temor de los que no han leído el Quijote es muy respetable (y por respeto a ese temor ha traducido uno el Quijote con el mayor respeto), el temor de los que piensan que yo he querido acabar con el Quijote, es ridículo.
Porque no cuestionan mi trabajo (que no han podido evaluar aún), sino la sola posibilidad de que nadie ponga sus manos en ese libro “sagrado”.
Hubo unas cuantas polémicas en los periódicos, y en todas ellas dije lo mismo: “No se sabe por qué los alemanes, franceses, italianos, ingleses o los de cualquier otra a la que esté traducido, pueden leer el Quijote en sus respectivas lenguas actualizadas –quiero decir, que un francés lo lee en el francés del siglo XXI, no en una versión del XVII, que existe, como puede leer también a Montaigne (su Cervantes) traducido al francés del XXI, si quiere, o los ingleses a Shakespeare en inglés también del XXI), y a los españoles e hispanohablantes se les obliga a hacerlo en esa lengua que, insisto, apenas comprenden, si no es con esfuerzo y tenacidad”.
Y cuando les decía que nadie les impediría seguir leyendo el Quijote en su “prístino estado”, y que podrían seguir haciéndolo, se cerraban en banda con un cerrilismo bastante exasperante, como si pensaran: “no, no, aquí todo el mundo tendría que joderse y leer el Quijote y sus cinco mil quinientas cincuenta y dos notas, como hemos hecho todos”, sin duda molestos de que un compatriota suyo pueda leer el Quijote con la misma soltura y gusto con los que leemos Guerra y Paz o Las mil y una noches aquellos que no sabemos ni ruso ni árabe, o como se leía el propio Quijote hace cuatrocientos años, y como han de leerse las novelas… y todo lo demás.

Yo creo que el temor de los que no hayan podido leer el Quijote, queriendo haberlo hecho, quizá se disipe, porque podrán hacerlo a partir de ahora en su lengua viva, pero el de los otros no se disipará. Encontrarán razones para seguir dando la matraca y tratarán además de meter el miedo a todo el mundo para que no lean nada que no sea el Quijote tal y como apareció en 1605 y 1615 (incluso con sus mismas erratas, ¿por qué no?, o en griego, como la Ilíada, o en latín, como la Eneida, o en inglés, como Borges), porque de lo contrario sobrevendrá a la comunidad de hispanohablantes una infinidad de plagas, propias de estos tiempos degenerados en los que ya no se respeta nada. Yo a estos puedo oírles desde mi casa clamar al cielo: “¿Adónde vamos a llegar?”. A esos yo les respondería: adonde ya estábamos antes, no temáis, al Quijote.

jueves, 11 de junio de 2015

Un Montaigne del Ampurdán






El quadern gris (El cuaderno gris)  (Plá) es un libro misterioso. Claro que algunos puede que ni siquiera lo consideren un libro, tratándose de un diario. Los diarios tienen mala prensa. Hace tan sólo un par de semanas, Eduardo Mendoza escribía en este mismo periódico a propósito de los libreros y la inestimable ayuda que pueden prestar con sus consejos al lector desavisado para que éste no caiga "en las arenas movedizas de la novela histórica, o sea engullido por la boa de la literatura del yo o picado por la tarántula del esperpento disfrazado de nazi para todo". Creo sinceramente que Mendoza estaba siendo muy generoso colocando a los que se dedican a hablar de sí mismos entre la delincuencia literaria de los codigodavincianos y de los... La verdad es que no logra uno adivinar quién está detrás de "la tarántula del esperpento disfrazado de nazi para todo", pero no suena nada bien. Su generosidad es no obstante, y en mi opinión, un tanto espumosa y sin contraste porque esa clase de libros en los que un escritor habla de sí mismo ni siquiera suelen llegar a las librerías. Y, para decirlo todo de una vez, tampoco sabemos qué puñetas (la expresión es planiana) quiere decir eso de "literatura del yo". "Yo soy la materia de mi libro", leemos en el prólogo de los Ensayos de Montaigne. ¿Son, pues, esos ensayos "literatura del yo"? Montaigne es, por cierto, el único escritor del que se habla sin ninguna reserva en este El quadern gris.

Algún tiempo después se supo que todo había sido una mixtificación de Pla, interesado en que la primera piedra del mausoleo que son unas obras completas fuese berroqueña, a prueba de siglos, pero al mismo tiempo, airosa y transitable, una mezcla de cimiento y de puerta, de pirámide y de arco de triunfo. Y había fabricado esa formidable biblia ampurdanesa saltándose de modo poco considerado todos los pactos autobiográficos y demás ordenanzas de la BRDR (Brigada Represiva de Diaristas Réprobos). No era más que el libro de un viejo que había vivido y viajado por medio mundo y conocido de cerca dos guerras mundiales y una civil, disfrazado con sus antiguas levitas juveniles. Cuando se conoció la impostura, barruntada ya en vida de Pla, se armó un pequeño revuelo, incomprensible e inútil, porque esa verdad tampoco explica ni la naturaleza del quadern ni su excelencia. El rapto de entusiasmo que levantó aquella lectura en quienes teníamos más o menos la misma edad que Pla cuando se suponía que éste lo escribió, sólo fue proporcional a la perplejidad, el deslumbramiento y la envidia: ¿cómo era posible que un muchacho de veinte años hubiese escrito una obra de aquella milagrosa sencillez? Era además un libro de nada, quiero decir, de la vida corriente y gris de Palafrugell, Llofriu y Barcelona. En cuanto a su autor no sólo alternaba con las señoritas de los burdeles, sino que era capaz de citar a Dante en su lengua original, y aun al mismo conde de Gobineau, hecho este último que parecía de un insuperable y exquisito esnobismo, casi wildeano. Cierto que su maestría para encontrar el adjetivo adecuado era insuperable ("quesos insípidos y adocenados"), pero a los libros no les hacen los adjetivos.
¿Y por qué es tan bueno?

En parte por su argumento, al alcance de cualquiera. Pocos vienen a este mundo para ser protagonistas de La cartuja de Parma o Guerra y paz, pero todos llevamos encima nuestro cuaderno gris particular. ¿Con qué argumento? Cualquier vida, si no es absurda, tiene uno. El de este libro es la vida del autor y la de unos cuantos amigos, conocidos y saludados suyos, así como un considerable número de estampas minuciosas, de paisajes locales y guisos de la región. Nada extraordinario. Lo insólito es el tono humorístico y fino de Pla, su retranca, y esa prosa envolvente y persuasiva que parece nueva, un híbrido de Baroja y Azorín, con una pizca de Xènius y de seny. Su comienzo no puede ser más barojiano: "Decido empezar este diario. Escribiré lo justo para pasar el rato". Al final nadie escribe setecientas páginas para pasar el rato, pero siempre es más tolerable afectar naturalidad, y más simpático, que lo contrario, que la solemnidad en cualquiera de sus versiones. Incluso cuando dice: "No estoy bien en ninguna parte, voy por el mundo como una sombra errante". Tenía al escribir eso, ya digo, veinte años, y apenas había salido de su pueblo, pero todo hombre tiene derecho a una metáfora, y por otra parte Pla no llegó a estar lo que se dice mal en ningún sitio, porque tampoco le pidió demasiado a la vida. Ni a los lectores, que cuando quieren darse cuenta han sido engullidos por la boa de las pequeñas historias de un hombre que probablemente fue un impostor también cuando declaraba que estaba de vuelta ya de todo. Si uno se toma las molestias que él se toma para hablar de un niu con patatas, tripas de bacalao, un pichón y alioli, es porque espera de esta vida proposiciones muy ventajosas.

“Esta tarde, coincidiendo con unas breves vacaciones, he pasado un buen rato en la Nada”

“Esta tarde, coincidiendo con unas breves vacaciones, he pasado un buen rato en la Nada”

Entrevista a Enrique Vila-Matas 

Lo más curioso que podemos afirmar, entre otras muchas cosas, de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948), es que fue inquilino de la gran Marguerite Duras, allá por aquel mágico mayo del 68, y que publicó su primer libro, La asesina ilustrada, en 1977, y desde entonces no ha dejado de escribir. Su literatura, calificada de fragmentaria e irónica, se diluye entre los límites de la ficción y de la realidad. Con la publicación de su Historia abreviada de la literatura portátil (1985) comenzó a ser reconocido y admirado en el ámbito internacional, especialmente en los países latinoamericanos, aunque sobre todo en Francia y en Portugal. Sus últimos libros son Aire de Dylan (2012) y Kassel no invita a la lógica (2014). La editorial Seix-Barral reedita ahora, Bartleby y compañía, en su 15º aniversario y añade un apéndice, “La pregunta de Florencia”; y por otro lado, la madrileña Nórdica, el cuento El día señalado, ilustrado por Anuska Allepuz, uno de los relatos incluidos en Exploradores del abismo (Anagrama, 2007).

La reedición de dos textos suyos en un breve espacio de tiempo, ¿Significa que sus textos mejoran con el paso del tiempo?

En los últimos cinco años se han reeditado unos quince títulos, repartidos entre Seix Barral, Nórdica, Penguin Random House y Galaxia Gutenberg. Los hechos hablan por sí solos. Pero no creo que hayan mejorado esos textos con el paso del tiempo; son los mismos, sólo que siempre ha habido escritores que no se sabe si por culpa de los límites de su editor o por los planteamientos literarios que pone en liza el autor, tardan más en ser comprendidos, en definitiva en ser leídos.

¿Sigue usted sintiendo esa cierta atracción por la Nada?

Esta tarde, coincidiendo con el comienzo de unas breves vacaciones, he pasado un buen rato en la Nada. La mente casi vacía y la voluntad férrea, por mi parte, de estar una hora fuera del tiempo. Y lo he logrado, no he conseguido -tal como deseaba- confirmar nada, ni siquiera que el viento es el viento.

Los bartleby son ya legión, ¿ha superado usted ya ese miedo al silencio?

Seguramente sí, esta misma tarde, ¿no?

En el apéndice a Bartleby y compañía (Seix-Barral, 2015) escribe usted sobre el gran libro que todos llevamos dentro, ¿ha emergido ya el suyo y podemos ponerle nombre?

Ya digo en ese epílogo que una noche pasó por mí un soplo repentino que apenas capté, pero que me hizo percibir, por breves instantes, una obra maestra que no sé quien la escribía, pero mejoraba todo lo publicado hasta entonces en el mundo. Vi con tanta claridad, aunque con brevedad extrema, ese gran libro que llevamos todos dentro que hasta me quedé asustado.

El cuento “El día señalado” (Nórdica, 2015) forma parte deExploradores del abismo (2007) un auténtico experimento narrativo, ¿sigue teniendo ese texto la misma fuerza años después?

Exploradores del abismo es un libro cuya estructura está íntimamente ligada a un libro muy anterior mío, Una casa para siempre, todavía casi por descubrir. Yo creo que la fuerza de Exploradores del abismo ya estaba en ese libro que le digo, libro de relatos y novela a la vez, una novela sumamente sutil.

Esta niña-protagonista de “El día señalado” se enfrenta a un futuro condicionado por diversas circunstancias que condicionan su vida futura, ¿eso es algo que forma parte de nuestra propia identidad?

En mis días de infancia hizo mucho frío en Barcelona un 2 y 3 de febrero de un año que no recuerdo cuál fue, pero el caso es que  desde entonces tengo mucho respeto por esas dos fechas.

Isabella solo acepta su destino cuando vence la sinrazón de su propio miedo, ¿es así?

No estoy seguro. El final es muy abierto. Estuve tentado de concretarlo más en la versión de Nórdica, pero al final opté por dejarlo como estaba, porque da mucho más miedo así.

¿Cómo ha sido la relación de su prosa con la ilustradora Anuska Allepuz?

Muy estimulante. Pero no conozco a Anuska. La eligieron con acierto en Alfaguara para “Niña” y en Nórdica optaron por la misma ilustradora.

Su anterior relato ilustrado, “Niña” (2013) era una invitación infantil a descubrir el mundo de las letras, o tal vez, ¿el auténtico mundo de la fantasía?

Sólo quise contar algo que de improviso recordó mi padre acerca de un malentendido de sus días de infancia, allá en 1924.

En el caso de “El día señalado”, ¿podríamos recomendar, igualmente, su lectura a cualquier niño/a curioso/a de nuestra sociedad tan inmersa en lo audiovisual?

No estoy seguro. No me veo para nada como un escritor para niños. Quizás es porque los niños, cuando me ven, siempre lloran.

Y una última pregunta, ¿sigue usted dominando la vida ajena de sus personajes?

Ya no. Ahora me viene a la memoria siempre un dicho jasídico: “Aquel que cree que puede prescindir de los otros, se engaña. Y aquel que cree que lo otros pueden estar sin él, se engaña todavía más”.


miércoles, 10 de junio de 2015

Dos grandes ensayistas mínimos


El tema de la caminata a pie, en apariencia intrascendente, es tratado con ligereza por Laurence Sterne y también por William Hazlitt, lo mantiene leve Robert Louis Stevenson, se complica con los herederos plúmbeos de Rousseau, lo vuelve a aligerar y lo poetiza Robert Walser, lo disecciona en profundidad Antonio Machado y W.G. Sebald lo convierte a finales del milenio en un género novelístico. ¿No dijimos que era un tema intrascendente? Bueno, ya se sabe que la tendencia humana a interesarse en minucias ha conducido siempre a grandes cosas.
Caminar es un libro minúsculo que reúne dos pequeños grandes ensayos, uno de William Hazlitt y otro de Robert Louis Stevenson. Aunque uno y otro texto fueron publicados originariamente con más de cincuenta años de diferencia (1821 y 1876 respectivamente), tienen muchas similitudes entre ellos. De hecho, el de Stevenson es, en parte, un agudo comentario del de su admirado Hazlitt.
Pero Caminar —no lo he olvidado— fue en otros días un libro que se titulaba El arte de caminar. Contenía los dos mismos pequeños y geniales ensayos y pertenecía a una colección mexicana de libros (dirigida por Lara Zavala) que no llegaban a ser ni de bolsillo. Llevé conmigo El arte de caminar a todas partes, hasta que, como cabía esperar, lo perdí. Reaparece ahora de improviso, en Nórdica (prólogo de Juan Marqués), y lo hace del modo más oportuno, en tiempos en los que se está redescubriendo que andar, que es la forma más natural y primitiva de desplazarse, puede convertirse en la actividad más luminosa y la más creativa, porque tiene la velocidad humana; parece producir una sintaxis mental y una narrativa propia.
Pero para andar toda una jornada y, agotados, poder luego, como escribe Hazlitt, entrar en alguna antigua ciudad en el instante justo en que cae la noche y allí “tomar comodidad en la posada propia”, es preciso no ignorar previamente que la experiencia de la caminata se ha de hacer a solas: “Puedo disfrutar de compañía en un salón, pero al aire libre la naturaleza es compañía suficiente para mí. Nunca me hallo en esos momentos menos solo que cuando me encuentro a solas”.
Para Stevenson, que cincuenta años después recogió el guante de ese excepcional breve ensayo de Hazlitt, el alma de una excursión a pie es la libertad, la completa libertad para pensar, sentir y hacer exactamente lo que uno desee, y por tanto no debe malgastarse comentando el mundo a los otros.
Coinciden estos dos grandes ensayistas mínimos en que la clave de todo se halla en la llegada por la noche a la posada, en ese momento en el que encendemos la pipa y apuramos la dichosa ruptura con nuestra identidad y nos olvidamos del reloj y de los afanes diarios.
Se percibe cómo, ya en tiempos de Hazlitt y de Stevenson, el tiempo y la quietud empezaban a faltarle a todo el mundo y se empezaba a vivir con prisas y demasiados negocios. A todos aquellos males modernos habría que añadir ahora otro, especialmente grave, aunque en realidad antiguo: la inconmensurable tendencia a ir en rebaño.

lunes, 8 de junio de 2015

Las simpatías interrumpidas



 25 MAY 2015 




Con su permiso y sólo por desviarles de la comprensible pero arrolladora avalancha de comentarios sobre unas elecciones en las que cultura, salud y educación, han sido reducidas a simples mercancías cuando no convertidas en las grandes ausentes de los debates, quisiera —no es una venganza— decir algo que puede sonar extemporáneo: los libros —sí, aquellos objetos no identificados que iban a ser sustituidos por los ebooks— no sólo sirven para evadirse, sino que son mucho más; son, como decía Sontag, “una manera de ser plenamente humanos”. 

Esa extrema plenitud crea lectores capaces de quedarse conmovidos por el final de algunas novelas, de quedarse impresionados por el silencio que cae de la forma más abrupta sobre personajes con los que han simpatizado. Porque, por raro que parezca, yo sé de más de un amigo que en su momento quedó seriamente afectado por el final, por ejemplo, de Suave es la noche, esa novela que Francis Scott Fitzgerald cierra dándonos expeditivos detalles del vertiginoso descenso del perdedor Dick Diver, al que a partir de un momento empezamos a perderle el rastro: no está muerto, pero está roto, ha fracasado y durante el resto de su vida errará como un espectro.

Suave es la noche es ideal para comprobar que gran parte de las novelas que nos gustan acaban mal. En ellas, algo de pronto se termina, se apaga. 

Durante todo el libro ha habido vida, aventuras, gentes que no se conocían y que se han cruzado… Pero luego de repente todo se detiene, es el fin, no hay continuación, alguien muere o desaparece, y sentimos un absoluto vacío, se interrumpió nuestra relación con el héroe.

“Don Quijote dio su espíritu, quiero decir que se murió”, escribe Cervantes y nos deja conmovidos porque ya nunca sabremos nada más del gran personaje. 

Así me siento a veces ante autores admirados que murieron demasiado pronto, o incluso ante algunos que lo hicieron muy tarde. 

En todos sus tristes, abruptos y solitarios finales se evidencia que hay algo —como diría Roberto Bolaño— que “se extiende por todo el planeta como una mancha, como una enfermedad atroz que de alguna u otra manera pone en jaque nuestras costumbres, nuestras certezas más arraigadas”, nos pone a los pies mismos de la amargura. 

Es lo que puede sucedernos si llegamos al final, por ejemplo, del gran Flaubert de La educación sentimental, a esas últimas páginas magistrales en las que se nos describe, con la más fría geometría y precisión, el horror del vacío más absoluto, lo que el autor llama, midiendo bien sus palabras, “la amargura de las simpatías interrumpidas”.

No hay duda de que el domingo hubo simpatías políticas interrumpidas por un tipo de elector más lúcido que de costumbre y que muchos no vamos a sentir la menor aflicción por algunos de los monstruos, de los siniestros perdedores que, tras el gran combate, sabemos rotos, fracasados, sonámbulos a lo Dick Diver, fantasmas errantes en salas de recuerdos… 

Pero bueno, ¿qué está pasando aquí? Creía estar hablando de lectores y no de electores, y veo que en realidad son lo mismo.


domingo, 7 de junio de 2015

HERTA MÜLLER: “EN LA TRAMPA”





Herta Müller.  Trad. Isabel García Adánez.  Siruela, Madrid, 2015.  97 págs
Como Paul Celan, Herta Müller pertenece a un grupo de población alemana (importante antes de la 2ª Guerra Mundial) instalada en Rumanía, donde ella nació en 1953. Desde 1989 vive en Berlín y en el año 2009 recibió el Premio Nobel de literatura. Poeta y ensayista, hija de alemano-rumanos que, velis nolis, debieron colaborar con el III Reich, su obra se sitúa en la frontera del dolor, la historia y lo que resulta de ambos. “En la trampa” es un libro muy atractivo, aunque habla de tres poetas alemanes aquí no bien conocidos Theodor Kramer, Ruth Klüger y la suicida  Inge Müller a quien nuestra autora presta singular atención, analizando poemas –duros- de su único libro édito y póstumo, “Si tengo que morir…”
Todos son poetas notables que hacen una poesía herida por su situación histórica. A Herta le gusta recordar que para Inge Müller “la historia siempre fue un desprecio al ser humano como individuo.” Inge es una joven que asiste a la caída del III Reich como soldado de la Wehrmacht. Vivió luego en la Alemania comunista y sintió que nunca salía del horror de la carencia de libertad y opresión a la propia vida. Se suicida en 1966 dejando poemas muy singulares. Con Theodor Kramer (superviviente a los campos de concentración) damos un giro en la misma trampa. Él va notando como el nazismo cierra los grilletes entorno a los diferentes, pero cuando quiere reaccionar (pues no da crédito a lo que pasa) ya es tarde.  Hay un poema hermoso al respecto que a Herta le recuerda a su padre, reclutado a la fuerza como SS. Dice el inicio del texto: “La verdad es que nadie me ha hecho nada./ Tengo prohibido escribir en los periódicos,/ a mi madre le permitenquedarse en su casa./ La verdad es que nadie me ha hecho nada.” (…) Es el horror –como todo lo que dirimen estos tres ensayos- que se cuela por la ranura casi sin que te des cuenta.  Pensando en la feroz soledad de Kramer, Herta Müller escribe: “Las personas que pasan miedo tienen hambre de vida.” Como Celan, Primo Levi o Jean Améry, todos los dañados tienen el deber de testimoniar, aunque ello parezca avivar más aún la honda herida.  Ruth Klüger (la única de estos tres poetas suficientemente traducida al español, su libro “Seguir viviendo”)  es la jovencita que se medio salva de los horrores de la deportación y el mayor daño (no del pánico ni de la eterna sospecha) mintiendo, como le recomienda una mujer mientras aguarda en fila:  “Di que tienes quince…” Con los doce años que en verdad tenía a Ruth la hubiesen gaseado, con quince podía seguir todavía en otros menesteres de esclavitud.  Como a Celan, a Klüger se le hará duro escribir y hablar en la misma lengua que los verdugos. Escribe, porque sólo se salva por los resquicios: “en el diminuto espacio antes del cero, allí está la libertad.”
El gran mérito de este sencillo pero hermoso libro de Herta Müller es hablar del daño de laHistoria (que ella no desconoce) a través del análisis de la voz de tres buenos poetas sorprendentes por su inmensa y fértil vecindad con el espanto, con la Medusa.